La última en añadirse a esta colección de desertores fue su hermana, Sophie. Buscando hacer carrera en el mundo de enfermos del teatro, emigró a la vecina Suiza seducida por las promesas inverosímiles de una nueva compañía con vocación internacional, y sus caóticas puestas en escena. Representaciones que hacían colgando a los actores de cables para “optimizar el poderío visual de la tercera dimensión” –según su director, un físico cuántico jubilado.
Sophie aguantó dos años con las limosnas de aquellas actuaciones y ya se había adaptado tanto a vivir del aire, y en el aire, que un día olvidó estar pisando suelo firme al cruzar la calle. La física cuántica del director no resolvió el paradigma de ubicar dos cuerpos en un solo espacio-tiempo sin colisión: la mayor masa en movimiento del tranvía se tragó como un agujero negro a la menor masa en levitación acelerada de Sophie. Justo en el horizonte mismo de sucesos limitados.
Desconcertado por aquella incesante fuga de familia, Fausto cobró las indemnizaciones y herencias y marchó hacia el Norte lo más lejos que pudo. El límite lo decidió el mar: hacia arriba ya sólo había hielo. Allí compró la porción de tierra más grande disponible y edificó su castillo. Una fortaleza indiferente al mundo y sus ruidos, pues con su ruido interior ya tenía bastante.
Lo que él llamaba ruidos para otros con menos talento significaban una fantástica tormenta de ideas. Quizás por eso no le dieran ningún miedo las tormentas: ya las vivía. En cualquier caso, decidió exteriorizar esa producción arrojando el ruido afuera por la vía de la creatividad. Para él ancha y rápida como una autopista a cuatro carriles. Peligrosa accidentada y angustiosa como una autopista cerrada de niebla. Los cuatro carriles. Así era Fausto por dentro: un torbellino de ideas un huracán de pensamientos un tornado de emociones. Una explosiva espiral donde un chispazo ascendía con violencia hasta desembocar en un proyecto. Siempre distinto al anterior.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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