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lunes, 12 de agosto de 2013
PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XVIII (relato breve)
La cima del insulto la alcanzó el día que confundió un Frailecillo con una tortuga. El pájaro, posado en el suelo en una postura extraña, llamó la atención de Fausto por eso precisamente; capturándolo con su cámara. Pero cuando oyó a aquella palurda liberar toda su verborrea ignorante acerca de una elección de ángulo equivocada, aconsejándole además corregir la apertura para evitar subexposiciones así en el futuro, compró un equipo completo de revelado y esa misma tarde ya estaba probándolo. Lo mejor: ya no la tenía que ver. Lo peor: tiempo de revelado era tiempo robado a sus salidas al campo para hacer fotos. Se resignó al sacrificio menor.
Ya con todos los juguetes nuevos en su casa, juguetes para jugar solo, montó un estudio de fotografía distractora y revelado oscurantista en uno de los trasteros vacíos del castillo. Dependencias que cuando construyó la casa reservó para futuros intereses sin determinar. Su curiosidad e inquietudes eran tan amplias que sabía que con el tiempo todas serían necesarias. Ésta, sólo fue la primera. En el amplio cuarto reconvertido en “Espacio Creativo TTL”, como le gustaba llamarlo para mofarse de sí mismo, preparó una zona para la captura de presas, otra para el despiece y una tercera para la muestra de trofeos. Después de todo, qué otra cosa era aquello de la fotografía que atrapar, con sorpresa o trampas, cuerpos que antes de su captura eran objetos u organismos libres. Reos únicamente de la gravedad con sus leyes. La cámara succionaba a través de la lente, TTL, la luz rebotada de esos cuerpos, adhiriéndolos a una emulsión química como los mosquitos a un cartón con pegamento, y posteriormente aquella luz era transferida de la película al papel. Con la siempre turbadora presencia de una luz roja y la inevitable inmersión en otra palangana de contaminantes. Transcurridos los minutos, del fondo tóxico líquido emergían las imágenes como espectros retenidos en el tiempo. Reducidos a las dos dimensiones. Enjaulados en aquellos pocos centímetros de largo por ancho y sin un reverso que mostrar como cualquier objeto independiente. Por eso la creciente colección de fotografías era un muestrario de trofeos de caza. El mundo que Fausto recogía contenido ahora en un soporte de celulosa. Disecado y, sí, con los ojos muertos la expresión inmóvil la postura congelada. ¡Un fotógrafo era un taxidermista! –se decía cuando clasificaba su trabajo.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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