INTERÉS
El día que fuiste al banco, allá
por los años… no sé.
Te ofrecieron todo el oro del
mundo. O casi.
En la página noventa y nueve de
un contrato de cien,
de cien veces leonino cien,
escrito estaba la parte que se
quedaba él.
Y aunque grande fue la tajada,
qué otra cosa podías hacer:
el casado casa quiere. No había
otro camino
para dejar el hogar.
El de papá y mamá.
Felices aquellos años en que, aún
viviendo en el filo,
todo parecía seguro. También el
filo.
En verdad, sólo eras uno en el
grupo de los cien mil condenados.
Pero en aquel contrato de fieras,
de fieras contra cristianos,
no hipotecaste tu casa. Fue, sí,
la vida entera.
Claro que esto lo sabrías después,
cuando ya no te perteneciera.
Tarde para retroceder.
En ese tiempo las cosas eran
distintas.
Había esperanza, ilusión,
alegría. Creías en el futuro.
Misma gente, pero otro ambiente.
A golpe de tarjeta fuiste
amueblando tu hogar:
unas horas extra y el mes que
viene arreglado.
Con el primer hijo en camino te
diste un lujo compensatorio.
Lo llamaste necesidad.
De un coche con maletero más
grande.
Cuatro puertas, pasó la edad de
dos.
Cuatro altavoces de graves.
Cuatro ruedas off road. La
seguridad es lo primero.
Un viaje a las islas Maldivas:
turismo cultural y lingüístico.
Pillado de oferta overbooking. Quién
sabe si será el último.
El niño ha cumplido diez años y
es un muchacho muy listo.
Siempre le gustó dar patadas, así
que será futbolista.
No conoce otro sitio en el que
por ello te pagan:
una pasta por dar a tus compañeros
grasa.
Pero antes de que llegue a eso
aún nos queda un buen trecho,
que mandaron a papá al paro y no
alcanza para botas guapas.
Ni balones de reglamento.
Así se pasó dos años, desde que
perdió el trabajo pintando,
quién lo diría, grandes billetes
de banco.
Y aunque nunca tuvimos dinero, llenos
bajaban los ríos.
Todo era papel mojado.
Pena de inundación que no nos
cogió con ellos.
Papá tiró la toalla antes de
tirarse a ese río, hoy seco,
donde se rompió el cuello.
Mañana perderemos la casa. Por
orden judicial al banco,
el que nos prometió el oro. El
oro que fue para él.
La casa y la vida, también.
Mamá ahora se tiñe el pelo: le
han salido mil canas.
De las arrugas no hablamos, que
no hay para éstas milagros.
Trabajará el resto de sus días y
no saldaremos la deuda:
por aquel contrato de usura.
En círculos de gente puesta lo
llaman interés de demora.
El niño, a los dieciséis, a dar
patadas.
A los de la fila del paro, pues,
quizás quedándose solo,
pueda que le den algo.
Hoy los balones de reglamento los
ve por televisión.
Y ha pedido prestado para un nuevo
par de botas. De monte.
Se va de leñador al bosque, a
vivir en una cabaña que hará con sus propias manos.
Nadie sabrá dónde, para que no se
la quite el banco.
Afirma que no volverá.
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