OMAR
Aquel hombre de pies negros barba gris turbante
blanco,
avanzada edad con buen color indefinido,
abandonó su ciudad en el sur de Turquía para
ganarse la vida como músico de dudúk.
Muy respetado en su tierra natal,
sin embargo los pobres ingresos no alcanzaban
para mantener a sus dos esposas y seis hijos.
Animado por una publicidad siempre mentirosa y
unas series de televisión importadas y engañosas,
creyó encontrar su prosperidad y destino en el
sur de Europa.
En el otro sur.
Después de rebotar por las aduanas para
extracomunitarios
un autobús maloliente y viejo lo escupió con
asco en mitad de la nada:
había llegado al sur del sur.
Una España rasgada por la incertidumbre,
quebrada por la crisis y gangrenada por las cifras letales del paro.
Que expulsaba a sus hijos licenciados
despreciándolos, hacia el norte,
siempre el norte.
Y renegaba del efecto llamada socialista de papeles
para todos.
Aquel voto cautivo no dio sus frutos y una
legislatura y media más tarde,
unas arcas públicas secas y cuatro nuevos
millones de parados,
el gobierno entero perdió los papeles cuando
perdió las elecciones.
Los sin papeles y los con papeles iban a correr
la misma suerte:
expulsados forzosos o huidos voluntarios.
Tú decides, si puedes. Que aquí sobramos todos.
También los autóctonos.
Erradicada la oferta laboral como especie
alóctona invasora
Omar había llegado a este país de prejubilados
pensionistas y parados,
de pandereta cuchufleta y derroche,
justo cuando empezaba a despertar del letargo
imbécil que produce el bienestar.
Trenes cargados de jóvenes en paro, de padres
en paro,
de abuelos reviviendo el miedo de posguerra,
chirriaban por las vías de ancho especial español
sin conexión posible europea, una señal que no
debimos olvidar,
al tiempo que anidaban los estorninos en la
catenaria del ave
de conexión europea y nadie por venir,
y las malas hierbas se hacían con el trazado:
otra mala hierba de acero y hormigón
impulsada por las políticas de gasto y reparto.
Ellos gastan, yo reparto. Y me llevo la mejor
parte. El trabajo, es lo que vale.
Omar llegó a pie hasta una playa al borde mismo
del coto Doñana,
doña Ana decía él acostumbrado al respeto y a
servir.
Allí dijo ver a un zapatero y un rey cazando
linces a pedradas.
Pero nadie le creyó esta historia y lo acusaron
de espionaje por inmiscuirse en los asuntos del estado. No interesaba, es mejor
que el pueblo viva en la ignorancia.
No sufre ni protesta el que no sabe.
Llevaba siete años de cárcel cuando una oenegé necesitada de acciones
llamativas le catapultó a la fama convirtiéndole en un mártir del sistema.
Con el dinero de la indemnización Omar volvió a
su tierra donde le esperaban sus dos esposas embarazadas y sus ocho hijos
mayores.
Alejado de todo sensacionalismo mediático, los
allegados cuentan
que Omar pasó los últimos años de su vida
tocando el dudúk en la playa.
Mirando a poniente.
Que mirando al infinito mar
imaginaba los rayos de sol enredándose con la
hierba de doña ana,
y estiraba aquellas sombras del atardecer hasta
su playa.
Cuando la tercera ola mojaba sus pies, se
retiraba.
Dicen que lo ocurrido en aquel sur de Europa le
confundió para siempre.
Y que nunca supo si dar las gracias por lo vivido,
o maldecirlo porque no estaba en sus planes.
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