Claro que tampoco tenía por qué terminar así. Quedaba la salida menos violenta donde no destruyera su castillo: huir. Marcharse del país cuando aún estaba a tiempo. Puede que no se hubiesen iniciado las investigaciones, que Adolf y Smitz no tuvieran familia y nadie los echara en falta. Todavía. Y él, con un billete para el primer barco podía estar en la otra parte del mundo en unas semanas. Sí, un viaje largo sin tener un propósito definido, qué más daba. Más difícil de rastrear cuanto más confusa fuera la escapada.
Y la tercera opción: quedarse y esperar. Confiar en que a los viejos nadie los recordara. Parientes lejanos repentinamente nostálgicos de unos lazos de sangre olvidados; vecinos curiosos llamando a la puerta con una enternecedora sonrisa y un bizcocho de tregua; notificaciones estatales entregadas por un cartero con el sentido del deber exacerbado. Cualquier cosa podía fastidiarla con la mejor de las intenciones. También podía ocurrir que el mar arrastrara los cuerpos y la fauna se los comiera antes de que alguna corriente oportunista los escupiera en una playa repleta de bañistas. Que de los ciento cincuenta kilos de carne y huesos no quedara ni rastro y pudiera seguir con su vida como si nada; sin pensar más en ello ni sentir los ojos de algún detective pegados en su nuca. Que no estaba siendo investigado ni sombras perseguían sus pasos: ese pariente lejano nostálgico, y vengativo, acechándole para matarle. Demasiado confiar en el destino. Optó por la segunda opción, además, ya estaba harto del país con todas sus miserias. Y las reservas económicas iban menguando así que tal vez había llegado el momento; decidieron por él las circunstancias: era tiempo de partir.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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