El atemorizado mutismo inicial de la escalerilla fue cediendo ante el alboroto del descontento por la falta de espacio para terminar dando paso a la calma impuesta de la resignación. Cuando no hay nada que se pueda hacer, nada se puede hacer. En apenas una hora cada cual había encontrado, o fabricado, su sitio. Y mirándose con curiosidad y desconfianza unos a otros se aceptó por todos la tregua del no hay otro remedio. A su lado, un muchacho de rasgos afeminados, educado y silencioso encontró acomodo. Con una gorra de paño calada desde la nuca hasta los ojos, ropas holgadas y una sencilla maleta, parecía viajar tan solo como él. No supo si fue casual o deliberado, pero teniendo en cuenta los especímenes de aquel pasaje, pensó que era la mejor compañía que podía esperar. Quizás el muchacho también pensara lo mismo y por ello eligió la proximidad de su rincón, entre Fausto y el largo banco de madera donde encontraron asiento ocho varones tres mujeres un niño y el anciano.
La sospecha general la suspicacia recíproca la preocupación por el viaje o tal vez la pérdida de familia amigos y ambiente consustancial a todo emigrante, llenaron de silencio aquel espacio triste: el entrepuente. Sólo roto cuando un violento tirón balanceó la nave: zarpaba. Dos remolcadores del puerto tensaron las amarras que alejaban al carguero del muelle. A Fausto le extrañó que todo el pasaje rondara por allí, que no hubiera un desfile de pañuelos con lágrimas despidiéndose desde cubierta de otro grupo de pañuelos con lágrimas agitándose en tierra. Extraña esa gente que como él ignoraban la partida, quién sabe si pensando en volver pronto, o tal vez no hacerlo nunca. El repentino bamboleo provocado por el arrastre sí que arrancó algún comentario entre grupos, en idiomas que no entendió y carentes de toda emoción, pero nada más.
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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