Jadeando y asustado, se despertó. Soñaba, una pesadilla recuerdo: el suceso de su lucha bajo metros de agua salada en busca de la luz, el aire y la vida. A su lado, en la oscuridad de la noche en altamar, el muchacho y, técnicamente compañero de cama, le miraba con ojos penetrantes. Parecían negros, pero como todo en la noche, que es oscuro. No supo qué decir. Incómodo se le quedó mirando. El resto del pasaje parecía dormir. Unos resoplaban otros roncaban, alguno gruñía. Incluso había quien emitía una especie de silbido al respirar: un niño aquejado tal vez de cierta enfermedad pulmonar que debiera ser tratado en un hospital. Sin atención médica podría no volver a pisar tierra. Pero así era la emigración, un viaje cargado con lo poco que se tiene que no es nada, hacia la inmensa nada de la incertidumbre la inseguridad el aislamiento y el abandono. Abandonados todos a su suerte y su mala suerte, donde un golpe de timón inesperado cambiara definitivamente el rumbo de sus vidas.
Por el momento, los únicos golpes de timón los daba el oleaje: mar brava de tormenta agitaba el carguero como los trozos de madera de un naufragio. Metro arriba metro abajo. De ocho metros eran las olas contra las que el capitán del barco enfilaba la proa a duras penas, cortándolas como un cuchillo caliente se abre paso en la mantequilla. Estaba asustado: la pesadilla, los recuerdos de su ahogamiento, el balanceo del barco, la espesa noche, el ruido de la lluvia contra los cristales, el viento colándose bajo las puertas. Se sentó, apoyando la espalda contra las tablas de la pared y plegando las piernas hacia su pecho. Abrazado a ellas con las manos cruzadas por encima de los tobillos, observaba el cielo nocturno intentando encontrar alguna estrella. Su presencia significaba boquetes en el techo de nubes, y éstos tal vez el fin de la tormenta. No encontró ninguno, se resignó a pasar la noche en blanco. El muchacho también cambió de postura, a decúbito supino.
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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