La nave era conducida lentamente hacia el exterior de la bahía. Ya no había vuelta atrás para los arrepentidos salvo volverse a nado. Comenzaba el largo viaje hacia un destino con vocación de cambio drástico y quizás definitivo. Según fuera la fortuna para hacer fortuna: única razón que impele al emigrante a volver a ese origen que lo expulsó: mostrar al compatriota retenido en el país cuántas aventuras y riquezas por cobarde se perdió. Claro que a los que no superaron los trabajos de tercera con mano de obra regalada la miseria los engulló, y éstos nunca vuelven para confirmar al compatriota que no abandonó el país, cuánta razón tenían al afirmar que en todas partes hay el mismo olor a podrido. Pero si el destino tenía para Fausto reservado un camino u otro, ya se vería.
Por el momento estaba haciendo lo que no logró con el suicidio frustrado: huir. Si aquel intento se convirtió en una aventura traumática con desenlace inesperado, la muerte lograda no fue la suya, éste ya se estaba materializando: para huir con éxito primero se ha de abandonar el maldito país del que se parte. Cansado por tanta tensión acumulada y la prisa para resolver la fuga, sintió que por primera vez en muchos días podía relajarse. Se giró hacia la pared, dando la espalda al muchacho, y necesitando reponer algo de paz interior, arrebujado entre abrigo y petate se quedó dormido.
Despierta, ¡despierta! ¡Nos hundimos! ¡Despierta! –el muchacho le tiraba con fuerza de la manga de su chaqueta-. ¡Nos hundimos! ¡Despierta! –El agua helada le empapaba la ropa ascendiendo hasta la boca, pero no podía despertarse, ¡se ahogaba! ¡Otra vez!-. ¡No! ¡Ah! ¡Ah, ah! ¡Qué, qué ocurre!
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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