Charles terminó la mudanza entre vaivenes y algún coscorrón. Fausto recogió todo en silencio, cediéndole su rincón sin dejar de pensar en la compañía, en su nueva compañía. Ésta, limpió el pie herido con los calcetines húmedos y lo dejó secar al aire, para que cesara de sangrar. Fausto aprovechaba los momentos fugaces de luz para estudiar a su compañero. Los pies, las manos, el cabello cubriéndole parcialmente el rostro, la voz… La extraña aguda voz, incómoda en un hombre dulce en una mujer; ahora todo tenía sentido, y se tornó hermosa. El patito feo vestido de haragán era un cisne que guardaba celosamente su identidad.
-Pero… Tú…-Mon dieu! ¡Pues claro! Estando tan cerca… ¡Creí que ya te habías dado cuenta!
Fausto se sintió como un imbécil: ¡Cómo no se había dado cuenta, por supuesto que tenía razón! ¡Tan cerca y tan ciego!
-¿Y por qué vas vestido, bueno, vestida, de hombre?
-Shh, mejor déjalo en vestido. No quiero que ninguno de estos imbéciles se fije en mí o de que viajo solo. O no me dejarán en paz.
-Ya entiendo... Mejor así.
-Pues claro. Cuanto menos sepan más tranquilo estaré.
Sabiendo ya que era una mujer, a Fausto le resultaba contradictorio que se dirigiera a sí misma como hombre. Incluso a él ya no le encajaba en su estructura mental seguir dándole tratamiento de hombre. Un desajuste en pugna con su deseo. Una mujer, con diferentes grados, podría ser un estímulo sexual incuestionable. En sentido contrario, un hombre sólo despertaba repugnancia, sexualmente un rechazo insuperable. Y aquella nueva persona, la mujer de rasgos agradables cuerpo delgado pechos pequeños voz de muchacha, podía llegar a interesarle. Esos mismos rasgos cuerpo pechos y voz en el hombre que fingía ser, chirriaban en su lógica mental de una forma que podría llegar a odiarle.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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