Cargado con las bolsas de cartas y la perplejidad, con una nueva pregunta de por que en esos meses siempre, volví sobre mis pasos hasta llegar a mi ex casa. Mi vida estaba en un punto donde cuanto me rodeaba, o lo contrario, era un ex. Ex trabajador, ex propietario, ex casado, ex amigos, ex consumidor, ex conductor, ex parado, ex útil, ex clase media, ex moderadamente feliz. Ex vida. Aunque por edad, biológicamente ya tenía más pasado que futuro, arrojada la realidad sobre la mesa de ese pasado no quedaban sino los malos recuerdos. Y el futuro estaba aún por descubrir. A los primeros mejor olvidarlos, al segundo ya se vería si valía la pena. Un billete marcaba la diferencia entre ambos tiempos. Una decisión el disparador para ser lanzado cual hombre bala hacia el más allá de mi entorno conocido.
Y ahora, dos grandes bolsas repletas de cartas de un completo extraño ocupaban el lugar donde un día hubo una mesa de salón. Por inercia las había dejado allí: tantas veces sentado en el sofá frente a la mesa mirando la tele condicionan la conducta automática. En sustitución, suelo flotante y paredes blancas. La tormenta, ya lo he dicho.
Recostado contra la pared en mi no sofá, duro suelo, vamos, vacié los bultos sobre la no mesa, suelo también, como en un concurso eligiendo al ganador entre las cartas. Error. Si quería encontrar algún sentido a todo aquello debía organizarlas cronológicamente. Y leerlas.
Tras unos incómodos y fastidiosos treinta minutos, ya estaba hecho. El reloj corría, el avión aguardaba pero sólo hasta el minuto de salida: menos de cinco horas para comprender algo y conocer a Haimerich, o míster H, que así se me ocurrió rebautizarlo. Mira tú que mi entrenamiento de abrir facturas y notificaciones iba a servir para algo.
La más antigua tenía ¡treinta años! ¡Treinta años! Casi se me escapa un ¡Por dios del amor hermoso! que solía oír a la vecina. Pero hubiera sido improcedente en un ateo como yo. En su lugar, suspiré.
Aquel pequeño sobre amarillento había aguardado en un cajón casi mi vida entera esperando a ser descubierto. El desconocido míster H, si era el autor, la escribió cuando yo apenas pasaba los diez años. No dejaba de ser inquietante que cuando yo estaba jugando probablemente con balones y cochecitos alguien en otra parte del mundo ya tenía algo que contarme. Y digo probablemente porque no recuerdo haber jugado nunca; no sé por que pero mi memoria borra sistemáticamente el pasado. Como si la ventana de mis recuerdos sólo pudiera comprender un tramo que se desplaza hacia adelante según transcurre el tiempo: engullendo parte de lo nuevo para desprenderse de todo lo viejo. El pasado inútil desprendiéndose como la cal reseca de las paredes.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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