La más antigua tenía ¡treinta años! ¡Treinta años! Casi se me escapa un ¡Por dios del amor hermoso! que solía oír a la vecina. Pero hubiera sido improcedente en un ateo como yo. En su lugar, suspiré.
Aquel pequeño sobre amarillento aguardó en un cajón casi mi vida entera esperando ser descubierto. El desconocido míster H, si era el autor, la escribió cuando yo apenas pasaba los diez años. No dejaba de ser inquietante que mientras pasaba la infancia probablemente con balones y cochecitos, alguien en otra parte del mundo ya tenía algo que contarme. Y digo probablemente porque no recuerdo haber jugado nunca; no sé por que pero mi memoria borra sistemáticamente el pasado. Como si la ventana de mis recuerdos sólo pudiera comprender un tramo que se desplaza hacia adelante según transcurre el tiempo: engullendo parte de lo nuevo para deshacerse de lo viejo. El pasado inútil desprendiéndose como la cal reseca de las paredes y desapareciendo igual que polvo en el viento; sin saber si esto es malo, o bueno.
Anyway, esta era la situación: ordenadas por años, montoncitos de cartas en el suelo con algo más de cuatro horas para leerlas. Extraña tarea a la que nunca me había enfrentado pues no sabía si lo que ante mí había era los mensajes de un muerto, o un vivo. Con una vieja navaja adquirida en un rastro de antigüedades corté el sobre por la solapa con el cuidado de un cirujano y los temores de un agorafóbico enfrentándose a la ventana del mundo. El abismo de lo desconocido con el inoportunismo del intruso: aquel no era día para visitas ni momento para confesiones, pero debía averiguar qué se le ofrecía a míster H, o quizás mi nueva vida en Australia comenzara ya con las preguntas del curioso arrepentido.
Una fina hoja con líneas horizontales premarcadas, algo amarillenta también y con tinta azul pálida, escrita por una sola cara. La letra cuidada, esmerada. Sin tachones, sin gotas de tinta. Limpia, parecía extraída de la urna de un museo. Comenzaba así:
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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