martes, 2 de abril de 2013

COMUNITARIOS




COMUNITARIOS


En casa de la vecina ecologista queman incienso para alegrarse el día.
Y espantar a las moscas con el menor daño colateral.
Molestas por el desaire, éstas piden ayuda a sus parientes más próximos:
los elefantes.
Con cuatro pisotones pusieron orden y a cada uno en su sitio.
Del tamaño de una mosca quedó la vecina el marido la suegra el amante,
el amante de la suegra,
y los hijos. Los hijos del amante de la suegra de la vecina.

Dos calles más arriba,
en la calle que no podía tener otro nombre que calle de arriba,
en el número seis vive un matrimonio de ancianos jubilados
sin hijos ni perros ni gatos ni familia que les quiera:
a los perros y gatos.
Pero sí gallinas y dos cabras.
Y un huerto de los de antaño.
Malviven con lo que producen, que para comprar
con la pensión no les llega.
El calor lo pone el monte, la leña del monte.
La luz, el sol. El agua un arroyo.
El entretenimiento unos viejos libros que ella conserva
de cuando era maestra.
Él se los lee que ella no puede que lo que no conserva es la vista.
Juntos y aislados esperan con resignación el día de autos.
Ese en que su huerto se llene de autos pisándolo todo,
con familiares que no los quieren y amigos que los olvidaron,
para acompañar o presenciar que la mala leche nunca se sabe,
su último adiós y viaje.
Pared con pared con el camposanto.
Será breve el viaje, por tanto. No aburrirá a esos fieles infieles.

A la salida del pueblo, junto al meandro que hace el arroyo
y que nadie sabe por qué le llaman barranco de los arroyos,
en una fea casa de ladrillo desconchones y aluminio,
viven dos exiliados:
ingleses retirados del trabajo por un golpe de suerte.
Indemnización millonaria por intoxicación alimentaria
que no les dejó secuelas pero sí les arregló la vida
cuando estuvo en un trance de causarles la muerte.
Saludan con la cabeza al pasar, que hablar no hacen.
No porque no sepan sí porque no quieren:
el idioma de su graciosa majestad no tiene rival.
De costumbres no raras pero sí desacostumbradas al entorno en que viven,
esperan con ansia las fiestas patronales.
Únicos días en que salen de casa,
y dejan de una puta vez de tejer patchwork y jugar al scrabble.

La comunidad de vecinos de Pueblo Perdido
no es comunidad ni quieren ser vecinos ni les gusta vivir en el pueblo.
Quien más quien menos, quien mucho más, ha caído ahí por error.

© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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