PERIFERIAS
Vivíamos en un barrio
de blancos manchados amarillos pálidos negros tizón:
perros verdes todos.
De musulmanes, obreros
e inmigrantes vestidos con ropa sin marca
y zapatillas de
mercadillo.
Con algo de hambre
muchos hijos y toda la tristeza del mundo
sofocando las calles
como niebla espesa, amarga e irritante para los ojos.
Molesta siempre para la
vista.
Esas calles bacheadas
de aceras estrechas. De árboles viejos y enfermos.
Aparcamientos
imposibles y cacas de perro pisadas.
De bazares chinos,
bazares marroquíes;
bazares patrios con
retraso de años haciendo la competencia al resto.
Resignados todos a la
baja escala social de los desposeídos.
De talleres sin medidas
de protección comercios en venta.
De persianas
grafiteadas paradas de autobús desiertas.
Oficinas bancarias,
quién lo diría, cerradas.
Supermercados sucios
con fruta pasada y
productos sin
desembalar por los pasillos.
Por los bares de humo y
decadencia circulaban camellos, droga,
putas de saldo que la
mamaban por cinco pavos. Diez si era completo.
Los niños mugrientos
aprendieron rápido el valor
de una buena navaja en
el bolsillo. Con el valor para usarla.
El más lento o cobarde
cambiaba de barrio o se iba al otro barrio.
Las niñas mugrientas
aprendieron rápido el valor de unas buenas tetas,
aunque fueran de
plástico,
un pintalabios chillón
y una falda bien corta.
Cuanto más de una cosa
y menos de otra, tanto mejor.
El ayuntamiento cerró
los colegios por falta de asistencia:
la falta de educación
llenó después la cárcel provincial con los rebeldes.
Con aquellos que no
fueron directamente y en lo mejor y peor de su juventud,
al cementerio.
La policía nos evitaba
porque no quería problemas.
Los taxistas no se
arrimaban.
El autobús ardió junto
a los cubos de basura y las vallas publicitarias,
arrancadas por los vándalos
y el viento
en competencia por
saber quién era más fuerte.
Cualquier amago de
disciplina era considerada represión.
Hicimos del barrio un
lugar inmundo para vivir donde perros gatos y criminales
eran los dueños de la
noche.
Un atraco al centro médico
mató al personal de guardia.
Nadie ocupó su puesto
al día siguiente y no volvimos a ver un bata blanca,
o verde o azul.
Ya no se podía curar lo
incurable. La miseria nos contagió a todos:
barrió a la población como
antaño barrían las hojas de los árboles.
Mucho antes de que éstos
enfermaran. Y murieran.
Hoy grandes buldócer
han arrasado con lo poco que en pie quedaba:
algún monumento de
piedra, adoquines cuarteados, troncos secos
y edificio vacíos. De personas
y cosas:
los asaltadores se
llevaron cañerías, cables, puertas y ventanas.
El ayuntamiento al
servicio de los especuladores ha aprobado la creación
de un gran centro de
negocios.
Con galerías
comerciales, franquicias, cadenas de restauración, bancos,
salones de juego para
niños, salones de juego para adultos, multicines,
aparcamientos de pago e
incluso un museo.
Dicen que se llamará
Museo del Recuerdo –como todos.
Yo más bien creo que
será un museo al abandono, y alguno de nosotros
debería figurar
embalsamado en el vestíbulo del centro.
© CHRISTOPHE CARO
ALCALDE
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