DONDE
SE ESCONDE LA LIBERTAD
Te veo partir, aunque ya no lo entienda. Al
tiempo, escurre la lluvia por el cristal de mi ventana como se escurren mis
recuerdos. Como te escurres tú. ¿Y tú?, ¿ quién eres tú?, me pregunto. Pero
estas dudas tardan poco en disiparse: se van como la memoria, como el humo.
Sé que pronto vendrá alguien y ya no habrá ventana. Que
oiré sus voces, ¿será por cariño que me hablan? Que sentiré sus cuidados, el
calor de sus manos, la tibieza de unos besos asépticos: ya no me besan con
amor, éste todavía puedo distinguirlo. Y los hilos del compromiso mueven sus
labios.
Sé que mi ser es una carga de trabajo.
Igual que cada día, se empeñarán en sacarme de paseo
pero yo no quiero. Ellos no lo saben porque no me preguntan y no me preguntan
porque no respondo: ya lo he dicho, como el humo.
Me agarran fuertemente del brazo, me tiran, me
empujan. Que me dé el aire, dicen; pero yo no quiero. En realidad no quiero
nada. O ni quiero ni dejo de querer. Ya no veo la diferencia entre una cosa y
otra pues hoy en mi vida no caben distingos; y menos aún voluntades.
Mi voluntad se fue hace tiempo. Con mis ideas, mis
ilusiones, mis esperanzas... Todo se perdió en el mismo viaje hacia la
oscuridad total. Hoy mi mente es kilo y algo de requesón deshaciéndose en un
frágil recipiente óseo. Se pasó de fecha.
Al principio sólo eran unos pequeños despistes. Me
daba cuenta y corregía. Después perdí el sentido de qué era un despiste y qué
no. En realidad mi vida pasó a ser todo uno. La concatenación de ideas
confusas una vaga noción del correr del tiempo, lapsus discontinuos en la arena
de la vida. Como un saltamontes caía sobre horas al azar dejando enormes huecos
en medio de mis días. Charcos de silencio en el camino que pronto aumentaron
de tamaño. Lagos donde mi orilla estaba
cada vez más lejana hasta que me hundí en el océano total.
Y los recuerdos, ¡ay¡ los recuerdos. Tan vivos que
podía agarrarlos, más nítidos cuanto más lejanos. La niñez... tan presente como
cuando existió: setenta años antes. Por esto me decía que no, que lo mío no era
mala memoria porque si lo fuese no podría ser que...
que lo que ocurrió hace tanto tiempo estuviera tan
claro en mi mente.
Mis risas, mis juegos, mis gritos y alegrías. Mis
juguetes, mis ropas, mi pueblo y mis amigos. La felicidad conservada en tarros
muy pequeños. Pura mermelada de la abuela.
¿De pera o de manzana? Y una gran rebanada de pan
untada con mesura pues eran duros tiempos. Pero no importaba porque más dulce
era su amor: el mejor alimento de mi infancia.
No, no podía ser mala memoria si mi abuela todavía
estaba ahí, la pobre, ¡tantos son los años que se fue!
Mirándome con una sonrisa mientras yo cocinaba el
arroz viudo, el de los viernes,
que viene el novio de mi nieta. Sin embargo... lo
hecho el día anterior... quedaba un poco más confuso. ¿No fue ayer que cociné
este mismo arroz? Entonces... Será la edad.
Y mis dudas quedaban en secreto, no fuera mi familia
a preocuparse.
Miro por la ventana donde las rayas de las gotas son
pequeños barrotes. No puedo salir de este lugar, no sabría encontrar la puerta.
¿Qué es una puerta? ¿Cómo se abre y con qué parte de mi cuerpo? Porque... yo
tengo un cuerpo, ¿no?
Todo lo que viví pasa hoy a cámara lenta. Es una
vieja película de cine mudo donde incluso la velocidad se está perdiendo.
No hay voces, no hay música. Sólo me quedan algunas
imágenes. Mis nietos, mis hijos, mis abuelos... desfilan ante mí en un
angustioso silencio. No me pueden hablar esos rostros que se mezclan y
confunden, que se alternan con lugares y vivencias.
Aquella vieja casa. Después el piso en la ciudad,
tan pequeño. El estraperlo, el pan moreno, el sebo para guisar, la cocina de
carbón. La sopa para comer, el huevo pasado por agua para cenar. El hambre. La
miseria.
El hambre de los pobres no es la misma. Su miseria
tiene una dimensión más profunda.
Su miseria es un abismo.
Pero la supervivencia se agarra como un escalador en
una chimenea y compensa mares de penas con gotas de felicidad. La felicidad del
pobre puede ser blanca, escondida en el último sorbo de un tazón de leche. O
como el oro en el orujo de la oliva untando un pan de varios días.
Las visitas a la beneficencia, la caridad de los que
tenían y de los que no, los zapatos de segunda mano y la ropa de tercera. Todo
lo superamos. Trabajo sobre trabajo aseguró nuestra prosperidad.
No podía ser de otro modo porque no se podía estar
peor. Años interminables de esfuerzo nos sacaron del barranco para dejarnos en
la cuneta. Pero era algo. En realidad lo era todo, cuanto podíamos soñar. Los
sueños del pobre también son pobres.
Y comenzamos a vivir dignamente. La ropa se hacía en casa y la tela era nueva. El
sebo quedó para la comida del perro, el pan dejó de ser oscuro. Pasaron los
años sin dejar de luchar, pero sin uñas ni dientes. Bastaban las manos porque
hasta la lucha era más digna.
Y el cuento de la lechera nos hizo pensar en la
vejez. Estaremos juntos, y yo te cuidaré.
El amor durará siempre y el calor de la familia
superará al frío del invierno. El brillo en los ojos de los nietos, la envidia
de los días de verano.
Pero no te cuidé.
Y tampoco envejecimos juntos, no tuvimos
oportunidad. A ti te llevó el cáncer y yo me perdí en mi propio olvido. A todo
vencimos menos a la enfermedad:
última marejada de una vida de
tempestades.
Dice mi hijo que ya no sonrío. Que no quiero pasear.
Que voy arrastrando los pies.
Que no tengo apetito. Que ya no hablo. Que mi mundo
es un mundo de tinieblas.
Yo no lo sé.
Lo cierto es que no sé quién soy, ni siquiera si soy
algo. Y cuánto durará ése algo en la memoria de los demás, pues mientras dure
habré existido.
Mi vida ya no me pertenece porque yo no la recuerdo.
Es parte de la vida de los otros
que son los que entre todos juntan mis pedazos. Superando
el dolor reconstruyen las ruinas del hogar de mi existencia. Ellos... también
necesitan saber que he vivido. Pertenezco al patrimonio familiar, pero los
recuerdos son tan frágiles y están tan repartidos que mi presencia se
volatiliza como el éter. Me pierdo en esta quimera donde estoy vivo y sin
embargo no tengo vida. Donde vivo y sin embargo no existo. La vida es un ciclo,
y conmigo se cerró el círculo. Vuelvo al punto de partida, el instante donde
arranca mi niñez. Cuando era alguien que comía y dormía sin saberlo. Busco la
postura fetal: un último gesto antes de la muerte.
Pero si entonces sumaba conocimientos hoy con prisa
los resto. Los olvido. Cada vez más profundo en este océano de misterio, pasé
por todas las etapas de aprendizaje de mi infancia. Olvidé sumar, olvidé
vestirme, olvidé hablar. Olvidé quién era. Ya muy cerca del fondo, en ese lugar
impenetrable para la mente lúcida, volví a comer con los dedos, dejé de correr,
de caminar; caí y ya no supe levantarme.
Hoy floto en un líquido oscuro y espeso. Las voces,
los ruidos y los golpes se filtran a través de esta sustancia. Llegan en forma
de ligeras perturbaciones a mi murmullo interior. Otro lenguaje, otras sensaciones.
Chispazos e interferencias que me alcanzan... ¡Desde otro mundo!
Ahora que no me preocupo de nada, que esta sustancia
amniótica me alimenta y que no necesito pensar, he encontrado un nuevo estado
mental. En él no queda sitio para el temor, para los altibajos de mis
emociones. El paraíso donde no existe el sufrimiento ni la pena.
Somos un etéreo dispersándose en un éter. Fundiéndose
mi energía con todo el universo. Vuelvo al polvo y las estrellas.
¡Ahhh!... cuando todos se van
cuando nadie me habla y atosiga, disfruto de la
calma total.
Sé que no pueden entenderlo. Que para ellos soy su
mayor sufrimiento porque acabaré en un despojo inmóvil, lleno de llagas. Que
sentirán lástima por mí; y también asco, no me engañan.
Sin embargo, todo lo comprendo. Y esto es porque a
todos he olvidado, porque he conseguido borrarlos de mi pensamiento: ya no
pienso y nada entiendo. No es necesario.
He vuelto al universo fetal y, por fin, mi mente ya
no es parte de mi cuerpo. Nada duele pues nada siento. Cada día es un paseo por
el fondo, nada veo porque el mundo me es ajeno.
En cambio, ellos, quisieran sentir esta dicha. Aquí
no hay fraude, no hay engaños.
No hay miedo, no hay tristezas, no hay heridas. No
hay fracasos, no hay envidias.
Ya no sangro y mi alma ha dejado de sufrir. La
felicidad perpetua es el olvido.
Allá arriba, en el mundo, quedan de mí un carnet de
identidad y unos enseres: inútiles objetos que delatan lo que fui y cómo viví. Sumarias
pertenencias de quien fue breve.
En mi condena está mi triunfo: prescindir de lo que
soy y lo que no. No preguntar para qué estoy aquí, para cuánto tiempo y para
quién.
Sin compromisos.
Libertad.
Esta soledad es absoluta, es la más grande. En ella
hasta yo me he abandonado.
Me he desprendido de mi ser y mis angustias. Por
nada volvería a ser lo que fui:
una persona.
Y en este camino por el túnel voy dando con todas
las respuestas. Y las grandes preguntas caen una a una:
Que el sentido de la vida.... es ignorarla.
Que la familia te quiere cuando puede. Prueba desde
lejos.
Que los hijos los tuve por el egoísmo de tenerlos, y
el mismo favor hoy me es devuelto.
Que es la mayor de todas las falacias el amor.
Que la felicidad siempre está en un doble fondo.
Que el destino del hombre no está en este mundo
y que detrás de éste no hay ninguno.
Hoy mi universo es diferente. Formo parte de otra
dimensión.
Siento un nuevo bienestar...
Soy un enfermo de Alzheimer pero...
Hoy
He encontrado la paz.
©
CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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