TROFEOS
Aún cuelgan de la pared del
saloncito azul para las visitas rápidas
los colmillos del último elefante
matado en Kenia. Al lado justo
del cuerno de aquel rinoceronte
blanco que por poco me cuesta la vida.
Fui más rápido y yo se la quité a
él en el último metro:
dos tiros en mitad de los ojos.
Pura chiripa.
No me arrepiento. Éramos él o yo.
Debajo tengo las manos de un gorila
macho.
Grandes, gigantes como él.
A éste lo maté en la niebla. En la
niebla de humo que hicimos
prendiendo fuego a su territorio.
Abrasado murió todo el grupo: seis
hembras cuatro crías.
Nada importante el premio gordo era
el macho.
Yo me lo llevé.
Atrapado en una red colgaba como
higo maduro,
bramando con furia, yo mirándole
sin miedo.
Apunté disparé murió.
Con un machete le corté las manos.
El resto del cuerpo se lo di a mis
ayudantes:
ocho rastreadores diez porteadores.
Mal acostumbrados al dinero fácil.
Entre los cuernos del mejor impala
de la manada
y la cabeza del último oso polar
avistado en décadas
muestro orgulloso las garras de un
león de siete años.
Afiladas como cuchillos las hundió
en el vientre de mi mejor guía:
joven hermosa valiente.
Se acercaba a las piezas más que el
primer hombre.
Aquel día se arrimó demasiado. Sin
tiempo para reaccionar,
los maté a ambos.
Al león para que no la destrozara,
criatura hermosa.
A ella, para que no sufriera.
Criatura hermosa.
Está su cabeza en una vitrina. Sólo
para los amigos.
Muestro en la pared contigua,
encima justo del aparadorcito de
caoba,
la sección de pesca.
Sobre la sopera de plata y las
copas de armañac.
¡Cuántos brindis no habremos hecho
con cada regreso triunfal!
En el centro las fauces enormes de
un enorme tiburón blanco.
Mi color favorito.
Al lado las de una orca hembra,
madre agresiva que defendió a su
cría con violencia envidiable.
Un arpón granada le metí en mitad
de las tripas.
Aún hay restos de su sangre por los
rincones de la cubierta.
De la cría no quedó nada. Tal la potencia explosiva.
Aquello, fue una pescadería.
Para suavizar la escena tengo dos
morros de delfín.
Pareja eran.
Nos siguieron con tanto entusiasmo
y gracia durante aquella travesía
que decidí llevármelos conmigo
y hacerles el honor de ocupar un
hueco en mi pared.
Los maté a la vez.
Debajo he dejado un espacio muy
amplio:
viejo estoy para salir a cazar.
Por eso he pedido a mis herederos
que cuelguen ahí mi cabeza.
A ser posible, cuando muera.
Echo de menos el olor de la
pólvora, el estallido de los disparos de rifle.
Esta noche me daré un tiro en mitad
del corazón.
Que el trofeo de mí mismo, el
último,
el más fácil y rápido,
quede entero.
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