martes, 31 de julio de 2012

ENTRE FOGONES (relato corto)






ENTRE FOGONES (relato corto)


El día que decidí fugarme con la alumna de mis pesadillas, fue el principio de una historia irrepetible. Entonces creí que era la mujer de mis sueños. Tenía razón: ni en sueños podríamos vivir tan ansiada historia.
Yo había sido contratado por una escuela de científicos con aficiones culinarias y de chefs con pretensiones científicas. Mi cometido era ser probador. Siendo un mediocre prescindible de la calle toda mi vida, qué importaba un muerto más por intoxicación alimentaria. O química. Intuí que aquel trabajo la cambiaría para siempre. Pensé que a mejor.
Y vaya si lo hizo. Ascendimos tan rápido por el universo gastronómico que en menos de un año saltamos de los últimos puestos del anonimato a la cabeza del estrellato. Acostumbrado a ser tratado como la miseria que siempre fui, yo me sentí en la gloria. Y se me fue la cabeza; no sé si por la comida de raíces tradicionales con derivaciones subatómicas, o simplemente por la fama inmerecida. Ya he dicho que yo sólo era el probador y como tal un sujeto intercambiable. Por debajo de mí el perro y los gatos. En ese orden.
Sea como fuere, me gustó aparecer en los créditos, ahí abajo. Después de electricistas, carpinteros, figurinistas y catering. El último, que como quiera que sea no es un puesto cualquiera. Soy el primero para los que lo entienden todo del revés, y me consta que son muchos. Esto para mí ya era una satisfacción.
Con el entusiasmo, la fatuidad del anodino no tardó en aparecer. Por eso, cuando aquel grupo de colegialas histéricas internas todas ellas en el centro de recuperación de conductas inapropiadas, esto es, personas rígidamente educadas que precisaban volver a la vulgaridad, se presentó por accidente en el local, a todos se nos aceleró el corazón.
Quizás fuera porque ese día estábamos especialmente sensibilizados con tal órgano: habíamos conseguido por fin que nuestros corazones de gorrión hidrogenados levitaran sobre el plato formando un anillo. Seis meses de trabajo hasta que el científico más ruin y borracho del equipo dio, también por accidente, con la fórmula para que el gas sobre el que se presentaban los corazones a modo de lecho acompañante necesario, tuviera la densidad justa para soportar el peso de todos ellos sin desinflarse. Después de ingerir el último bocado desaparecería sin más. No he dicho que era un poeta fracasado quien a modo de compensación nos ponía nombre a los experimentos por haber comido un día y no pagar, yo solo transcribo: “Áurea de corazones al primer elemento sobre nube de temporalidad”.
Fue en ese momento sublime en el que yo como probador in péctore tragué el último corazón y la nube se fue, cuando el autobús que trasladaba a las histéricas se estrelló contra el local y terminó empotrado en la cocina. Ya he avisado que el encuentro surgió por accidente. Tanto que en realidad fue un encontronazo, pero obviemos esa parte de la historia.
Las muchachas abandonaron el autobús por la ventana de emergencia gritando y llorando, a pesar de que la puerta estaba abierta y salvo el conductor muerto nadie sufrió daño alguno. Como ese riesgo ya estaba en el oficio nadie lamentó su pérdida. Las histéricas eran histéricas por algo.
Pasado el primer minuto de sorpresa, rápidamente cada cual volvió a su oficio: los científicos vieron en el grupo la oportunidad de transformar aquellas lágrimas en una bebida deprimente. La primera del mercado y directa competidora de tanta mandarria energética. Los cocineros, en cambio, vislumbraron que los gritos podrían abrir una nueva vía culinaria: menú hecho de voces y sonidos.
Se podría comenzar con un tentempié de sobresaltos para introducir rápidamente al comensal en una experiencia profundamente sensorial. Seguir con una degustación de gritos variados: agudos, graves, de niña, de adolescente malcriada, de mujer engañada, de hombre viudo, de viuda alegre. Después el plato fuerte de llanto amargo por los desaparecidos, para terminar con una delicatesen de susurros hasta llegar al contradictorio sorbete de silencio como colofón imprescindible. El cliente saliente cedía paso callado al entrante con reverencial respeto.
Se pusieron con fervor a la tarea. En consecuencia, y como era costumbre una vez la furia creativa se apoderaba del equipo, todos se olvidaron de mí. Por primera vez en mucho tiempo no tuve nada que probar y vomitar. Opté por hacer lo que más me apetecía: dejarme seducir por las histéricas pues sintiéndose abrumadas por tanta indiferencia eran gente fácil.
Necesitado de ser por una vez el centro de atención, ensanché mi protagonismo haciéndome pasar por el pavo real con más realeza del lugar. Desplegando todas mis malas artes como velas al viento, fui la estrella del momento. Sabía que no se iba a repetir. Aproveché la circunstancia aprovechándome de ellas. Y todo era una fiesta hasta que ella, una de ellas, mirándome con ojos de faisán me susurró: -Vámonos juntos.
A mí, que nunca me habían dicho vámonos sino vete, aquel caramelo de voz empalagosa me transportó al principio de los tiempos. El momento irrepetible donde todo puede comenzar, y suceder. Falto total de oportunidades, y principios, acepté. Con el entusiasmo del joven inmaduro que era.

Con mi alumna histérica volví al principio, sí. Pero al principio del fin.


© CRISTOPHE CARO ALCALDE
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