ENTRE FOGONES (relato corto)
El día que decidí fugarme con la alumna de mis pesadillas, fue el
principio de una historia irrepetible. Entonces creí que era la mujer de mis
sueños. Tenía razón: ni en sueños podríamos vivir tan ansiada historia.
Yo había sido contratado por una escuela de científicos con
aficiones culinarias y de chefs con pretensiones científicas. Mi cometido era
ser probador. Siendo un mediocre prescindible de la calle toda mi vida, qué
importaba un muerto más por intoxicación alimentaria. O química. Intuí que
aquel trabajo la cambiaría para siempre. Pensé que a mejor.
Y vaya si lo hizo. Ascendimos tan rápido por el universo
gastronómico que en menos de un año saltamos de los últimos puestos del
anonimato a la cabeza del estrellato. Acostumbrado a ser tratado como la
miseria que siempre fui, yo me sentí en la gloria. Y se me fue la cabeza; no sé
si por la comida de raíces tradicionales con derivaciones subatómicas, o
simplemente por la fama inmerecida. Ya he dicho que yo sólo era el probador y
como tal un sujeto intercambiable. Por debajo de mí el perro y los gatos. En
ese orden.
Sea como fuere, me gustó aparecer en los créditos, ahí abajo.
Después de electricistas, carpinteros, figurinistas y catering. El último, que
como quiera que sea no es un puesto cualquiera. Soy el primero para los que lo
entienden todo del revés, y me consta que son muchos. Esto para mí ya era una
satisfacción.
Con el entusiasmo, la fatuidad del anodino no tardó en aparecer.
Por eso, cuando aquel grupo de colegialas histéricas internas todas ellas en el
centro de recuperación de conductas inapropiadas, esto es, personas rígidamente
educadas que precisaban volver a la vulgaridad, se presentó por accidente en el
local, a todos se nos aceleró el corazón.
Quizás fuera porque ese día estábamos especialmente sensibilizados
con tal órgano: habíamos conseguido por fin que nuestros corazones de gorrión
hidrogenados levitaran sobre el plato formando un anillo. Seis meses de trabajo
hasta que el científico más ruin y borracho del equipo dio, también por
accidente, con la fórmula para que el gas sobre el que se presentaban los
corazones a modo de lecho acompañante necesario, tuviera la densidad justa para
soportar el peso de todos ellos sin desinflarse. Después de ingerir el último
bocado desaparecería sin más. No he dicho que era un poeta fracasado quien a
modo de compensación nos ponía nombre a los experimentos por haber comido un día
y no pagar, yo solo transcribo: “Áurea de corazones al primer elemento sobre
nube de temporalidad”.
Fue en ese momento sublime en el que yo como probador in péctore
tragué el último corazón y la nube se fue, cuando el autobús que trasladaba a
las histéricas se estrelló contra el local y terminó empotrado en la cocina. Ya
he avisado que el encuentro surgió por accidente. Tanto que en realidad fue un
encontronazo, pero obviemos esa parte de la historia.
Las muchachas abandonaron el autobús por la ventana de emergencia
gritando y llorando, a pesar de que la puerta estaba abierta y salvo el
conductor muerto nadie sufrió daño alguno. Como ese riesgo ya estaba en el
oficio nadie lamentó su pérdida. Las histéricas eran histéricas por algo.
Pasado el primer minuto de sorpresa, rápidamente cada cual volvió
a su oficio: los científicos vieron en el grupo la oportunidad de transformar
aquellas lágrimas en una bebida deprimente. La primera del mercado y directa
competidora de tanta mandarria energética. Los cocineros, en cambio, vislumbraron
que los gritos podrían abrir una nueva vía culinaria: menú hecho de voces y
sonidos.
Se podría comenzar con un tentempié de sobresaltos para introducir
rápidamente al comensal en una experiencia profundamente sensorial. Seguir con
una degustación de gritos variados: agudos, graves, de niña, de adolescente
malcriada, de mujer engañada, de hombre viudo, de viuda alegre. Después el
plato fuerte de llanto amargo por los desaparecidos, para terminar con una delicatesen
de susurros hasta llegar al contradictorio sorbete de silencio como colofón
imprescindible. El cliente saliente cedía paso callado al entrante con reverencial
respeto.
Se pusieron con fervor a la tarea. En consecuencia, y como era
costumbre una vez la furia creativa se apoderaba del equipo, todos se olvidaron
de mí. Por primera vez en mucho tiempo no tuve nada que probar y vomitar. Opté por
hacer lo que más me apetecía: dejarme seducir por las histéricas pues sintiéndose
abrumadas por tanta indiferencia eran gente fácil.
Necesitado de ser por una vez el centro de atención, ensanché mi
protagonismo haciéndome pasar por el pavo real con más realeza del lugar. Desplegando
todas mis malas artes como velas al viento, fui la estrella del momento. Sabía que
no se iba a repetir. Aproveché la circunstancia aprovechándome de ellas. Y todo
era una fiesta hasta que ella, una de ellas, mirándome con ojos de faisán me
susurró: -Vámonos juntos.
A mí, que nunca me habían dicho vámonos sino vete, aquel caramelo
de voz empalagosa me transportó al principio de los tiempos. El momento
irrepetible donde todo puede comenzar, y suceder. Falto total de oportunidades,
y principios, acepté. Con el entusiasmo del joven inmaduro que era.
Con mi alumna histérica volví al principio, sí. Pero al principio
del fin.
© CRISTOPHE
CARO ALCALDE
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