CENA ENTRE AMIGOS
La reunión estaba siendo un éxito hasta que aquel aprendiz de
poeta y practicante de payaso sin gracia quiso a empujones ser la estrella del
momento. Nadie sabía cómo había acabado allí ese sujeto. Todos pensaron que era
amigo de otro, pero salvo insulsas conversaciones con algún despistado del grupo
puesto contra la pared, lo cierto es que él estuvo solo casi toda la velada. Ninguno
se percató del anodino salvo por un par de copas que rompió, y porque vació los
platos de comida con desesperación. Se notaba que pasaba hambre.
Angie, la guapa y sonriente pelirroja anfitriona del evento junto
a su marido, 183 centímetros de nobleza y sentimiento, habían decidido celebrar
el nacimiento por cesárea de su nueva mascota: un pelícano arcoíris de dientes
largos y manos de violinista destinado a ser el hijo pródigo que retiraría a la
familia. A quien más quien menos le gusta vivir descansado, ¿Por qué a ellos
no?
En realidad, lo más íntimos sabían que detrás de aquel festejo se
escondía un aniversario mucho más importante: el renacimiento de un amor por el
que había valido la pena no ya luchar, sino vivir. Pero esta historia apenas la
conocían cuatro personas. Los que estuvieron algo cerca en los momentos difíciles.
Algo, era algo. El resto, se quedó lejos, expectante. Rumiando y murmurando un desenlace
según las envidias y rencillas de cada cual. Lo que suele suceder.
No habían llegado al postre, un preciosa tarta hecha por Cecil, la
madre de Angie, en la que invirtió todas sus habilidades: bizcocho esponjoso de
besos sobre un fondo dulce de ilusiones rehidratadas cubierto con una sugerente
nata de deseo sobre la que colocó con precisión una guindas azules de felicidad
y rojas de picardía, cuando aquel imbécil puso sus sucias botas en una silla
Luis XVI que la pareja había comprado en una feria de antigüedades en París.
Enmudeció a los presentes con semejante demostración de
ignorancia, desfachatez y falta de respeto por algo que unos consideran arte y
otros ostentación. Para todo hay opiniones. Boquiabiertos, nadie supo qué
decir. Momento que el poeta frustrado confundió con una manifestación pública de
devoción hacia su persona y arte, y se lanzó a recitar.
Farfullando como un borracho y babeando como un enfermo, el
necesitado tanto de alimento como de público no dejó de blasfemar un poema tras
otro. Hasta que la suerte colaboró con el público y una de las patas de la
silla cedió. El tipo cayó al suelo no sin antes golpearse fuertemente la sien
contra la esquina de la mesa donde colocaron el ponche. Tal vez un último
intento de echar un trago. El golpe lo dejó seco. Bueno, seco no porque estaba
empapado en alcohol, pero sí muerto. Por fin mudo.
Momento que aprovechó el sindicalista de la reunión, ahora
desempleado y que añoraba el llamamiento a la revolución de sus representados,
para romper el silencio. Siempre lo suyo fue romper.
–Hip, hip, ¡hurra! –gritó con renovado entusiasmo por su religión.
Los demás le siguieron y el grupo recuperó la normalidad.
Cecil, discreta y servicial como de costumbre, guardó la silla con
su pata rota. Alfred, el marido noble de Angie, con el recogedor y el rastrillo
del jardín barrió el cuerpo del aprendiz de poeta oficiante de payaso muerto y
lo arrojó al contenedor. Verde.
–Ahí servirás para algo. Harán contigo compost. –dijo.
©CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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