WELLCOME TO NEVADA
Gwenaëlle y yo
dormíamos cuando un disparo me despertó sobresaltado. -¿Qué ha sido eso?
–pregunté inútilmente a mi acompañante, pero ella seguía roncando como una
burra. Me arrepentí entonces de haberme acostado con esa desconocida, ya era
tarde. Suele pasarme a menudo. No acostarme con mujeres, sino arrepentirme.
A Gwenaëlle la había encontrado
en un bar de carretera. Un bar de mierda de una carretera de mierda de este país
de mierda que me toca recorrer de arriba a abajo persiguiendo sospechosos.
Hasta el día que me contrate para seguirme a mí mismo y me detenga. En tanto no
llegue ese bendito momento, sobrevivo.
Paré en el bar porque me
estaba durmiendo. Casi tres horas conduciendo mi viejo Buick y ya iba por mi
tercer golpe de sueño. Me gusta conducir, hacer kilómetros tras alguna sombra
cuya vigilancia me ha sido confiada. Con frecuencia, asuntos de celos. De
sospechas de infidelidad, lo mismo faldas que pantalones. A veces ambos.
El problema es que el
ronroneo del motor me adormece como a un bebé el arrullo de su madre.
No sé si tendrá algo
que ver el hecho de que me engendraran en el asiento del acompañante de un Chevrolet
negro, y que ocho meses más tarde me parieran en el asiento trasero de un Ford
amarillo. Me arrojaron al teatro de la vida con el peor color para la escena.
Así me ha ido.
El caso es que me
detuve, ya perseguiría a la sospechosa más tarde. Eran las cuatro y hacía un
calor asqueroso. Mi Buick no tiene aire acondicionado pero es descapotable, y
algo es algo. Dentro del bar dos clientes inmóviles echando una partida de
cartas, un camarero gordo cuya imagen estaba dominada por un grueso bigote, y
una mujer sentada junto a la barra bebiendo absenta. Supe qué bebía cuando me
pidió que le invitara a un trago. Nada más verme. Ando escaso de efectivo,
acepté de mala gana pero quizás aquel espantajo tuviera alguna información
valiosa para mi caso.
Se notaba que había
vivido rápido los días. Dijo tener 36 pero aparentaba 50. Quizás fuera por esto
que terminé sentándome a su lado: las jóvenes hermosas me intimidaban. –Lo
mismo para mí –pedí al camarero quien me sirvió con un gesto burlón. -¿Tienes
un cigarrillo? –me preguntó la desconocida girando exageradamente el cuello tratando
de verme. Era evidente que estaba algo mareada. -¿No has oído hablar de la ley
antitabaco? –respondí indulgente y rácano. Demasiadas invitaciones para tan
poco rato.
-¡A la mierda tú y las
leyes de mierda! John, dame un pitillo querido.
Nada se podía esperar
de un alcohólico, así que no me molesté. Contra todo pronóstico, estuvimos
bebiendo y diciendo estupideces durante casi tres horas. Su conversación era
monótona y en ocasiones ininteligible, pero estaba tan intrigado por los
jugadores inmóviles que no quise marcharme sin saber qué ocurría. La nuestra fue el tipo de charla sin interés
que se tiene con una desconocida en un bar que descubres por primera vez:
A qué te dedicas qué
haces dónde vives estás casado tienes hijos invítame a otro trago guapo son
cien y la cama pero me caes bien te lo hago por 50 vamos querido cómprame
tabaco.
Me dejé engatusar más
por aburrimiento que otra cosa. Aquella fulana rota no me gustaba nada, pero ya
estaba oscureciendo, había bebido demasiado y sólo me quedaban dos puntos de
carnet. Todos perdidos por exceso de velocidad o tasa de alcohol elevada.
Seguro que esos cabrones estaban otra vez ahí fuera esperándome, así que
pregunté al camarero si conocía algún motel barato que no anduviera muy lejos.
Me anotó una dirección en una servilleta con letra copperplate gothic número 10
muy elegante que me dejó sorprendido. Los camareros prefieren la Cracked Johnne,
dicen que se parece más al whisky. Éste tenía clase, después de todo.
Pagué tres botellas,
dos que nos habíamos bebido y otra para la noche, dejé propina en
agradecimiento a su letra y me marché. Al salir miré de cerca a los jugadores
de cartas: eran muñecos de cera. –¡Para hacerme compañía cuando falla la
clientela! –me dijo el camarero acostumbrado probablemente a que todos
preguntaran. La fulana nos acompañó, más a la botella que a mí, pero qué importa.
Cuarenta minutos por una carretera estrecha y sin señalización más tarde
habíamos llegado.
El motel no era el
Sheraton pero parecía un lugar tranquilo. Atendía una recepcionista zafia y mal
educada que dijo estar trabajando en ese tugurio desde su inauguración hacía
diez años. Me contó que, en plena depresión, 1932, un aventurero que había
ganado algo de pasta con las apuestas montó el negocio. Por supuesto no dio
ningún dinero y fue su ruina. Se pegó un tiro y ella, que por aquel entonces no
era más que una clienta con intención de suicidarse por haberla cambiado su marido
por un hombre más joven, se quedó con el motel. No había nadie más para atender
a la policía o arreglar los asuntos con la funeraria. También recibió la
indemnización del seguro: en aquel tiempo de escasez se pagaba bien que la
gente se quitara del medio, reducía el paro y al presidente Coolidge le convenía.
Pagué la habitación y
después de escanear mi pupila derecha con su aypad VII me tiró la llave con
desgana.
-Tomad, parejitaaa –murmuró
burlona.
Lo toleré porque
reflejada en un espejo vi una recortada debajo del mostrador apuntando a los
clientes. Su superioridad armamentística era incuestionable. También porque
siempre anduve escaso de autoestima, razón por la cual me hice detective. Resultaba
más fácil ir detrás de las personas que hacerles frente. Siempre me insultaban
y nunca supe defenderme.
La fulana me seguía
callada, olfateando como un perro la botella a la que no perdía de vista. El resto
de acontecimientos para ella eran irrelevantes. No obstante, pidió:
-Vamos al ascensor, mi
amooor.
Yo padezco un TOC
claustrofóbico desde que siendo niño me quedé atrapado en una botella. Dentro había
un barco y pensé que si el barco había podido entrar, yo también. Lo conseguí
pero cuando una hora después de andar correteando por el barco en dique seco quise
salir, no pude. Fui rescatado siete años más tarde. Otro niño inquieto encontró
mi mensaje de socorro en una botella que lancé desde el barco donde viví todo
ese tiempo. Alimentándome de arenques y ron. Por esto, no tomamos el ascensor.
Y porque los moteles de
carretera que se ven en el cine son siempre de planta baja. Nunca hay ascensor
en planta baja. Y éste era de película.
Entramos en la habitación
y tiré las llaves sobre el aparador con el mismo gesto despectivo de la
recepcionista: que no me atreviera a decir nada no significa que no me doliera.
Puse la botella sobre él y mi sansonite para viajes de duración indeterminada. Yo
mismo la había pintado de color azul, y puesto la pegatina de sansonite. En realidad
era una imitación de mala calidad comprada en el chino del barrio, pero solo lo
sabía yo. Y los millones de dueños de auténticas sansonite.
Me fui al baño a ver cómo
andaba el tema de la limpieza, soy inflexible en este punto, y para cuando salí
la fulana ya se había trincado la botella. –Hola amooor –me dijo baboseando. A continuación
cayó como una piedra sobre la cama y se durmió vestida. No sería yo quien le
quitara la ropa para un poco de sexo sucio. La limpieza es lo más importante. Ya
lo he dicho. Mejor, pensé. Tengo tarea pendiente.
Llevaba la maleta llena
de exámenes tipo test. De esos que marcas la casilla con una cruz y un lapicero
especial procurando no salirte del cuadradito o te funden. Exámenes para
abogado, para profesor de artes visuales, para video artista de vanguardia,
escritor contemporáneo cineasta de culto dramaturgo clásico renovado. Incluso dentista,
aunque de estos practicaba menos: me había dado cuenta de que no soportaba el
mal aliento. Llevaba exámenes para todo aquello que en mi vida no me había
servido para nada. Por eso los hacía: trataba de comprender lo incomprensible y
asir lo intangible. Y que mi mente intuitiva era incapaz de descifrar.
Hice un par de
ejercicios sobre cómo transformar el video arte en cultura de masas donde saqué
baja puntuación. Suelo fallar en este tema. Para levantar la moral, afronté el
examen número 57 con preguntas acerca de cómo adornar la entrada de casa con
una instalación de arte moderno y no quedarse sin amigos. Según la hoja de
respuestas, aprobé raspado. Tema difícil este. Cansado, me eché a dormir.
La fulana roncaba con
grandes rebuznos. –Fulana de día, burra de noche, 24 horas cargando miserias de
otros –me dije-. Está peor que yo.
Gracias a los exámenes yo
había desarrollado un pensamiento simbólico concreto extremadamente útil que me
ahorraba mucho tiempo las raras veces que me daba por pensar. Ya no me dolía
tanto la cabeza.
No recuerdo nada más hasta
que sonó el disparo cuatro horas más tarde. En plena fase REM.
-¿Qué ha sido eso?
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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