RUEDA DE QUESOS
Didier tenía una
brillante trayectoria en el mundo académico cuando decidió que era momento de
cambiar. De dar un empuje a su vida para encontrarle sentido a tanta promesa
frustrada.
Profesor de literatura
contemporánea, enseñaba a sus alumnos cómo formarse en la tarea de escritor…
promesa. Su trabajo consistía en convencerles de que podían ganarse la vida
juntando letras como piezas de puzle. Bastaba con encontrar cuál encajar. No
tenía en cuenta si sus alumnos carecían de talento o no les adivinaba futuro
alguno en el mundo de los libros. Sabía bien de lo que hablaba: él siempre fue
una promesa.
Pero cuando una alumna
con pocas luces y ninguna educación que faltó dos clases de cada tres reventó
las listas de ventas con un cuento infantil para adultos, lleno de insultos
sangre muertos y faltas de ortografía, decidió que había fracasado
completamente: lo suyo eran las promesas, no los éxitos.
Dejó las clases el
mismo día que Elaya, su alumna aventajada triunfadora por accidente, afirmó que
quería ser escritora. Lo dijo como se hacen ahora las cosas importantes: en un
plató de televisión previo pago por la primicia en el programa más grosero de
la parrilla nacional. A Didier le sobraban todos. No pudo más.
Había heredado un
modesto negocio de reparación de calzado a la muerte de su padre, siete años
atrás. El taller estuvo cerrado todo ese tiempo, desde el mismo día que la
última palada de tierra tapó el rostro del muerto. Didier dijo no querer volver
a hablar de él. No porque su padre le hubiera maltratado, abusos, cosas de esas
que dan juego dramático. Todo lo contrario. Pero necesitaba cerrar etapa:
siempre había sido un hombre de decisiones drásticas, de capítulos nuevos. Como
en los libros.
Con frecuencia había
dicho que el negocio del viejo olía a queso. El negocio la ropa las
herramientas, incluso él, su padre, olía a queso. Reconvertiría el viejo taller
de reparación en un negocio de producción artesanal de quesos. Lo suyo serían
las especialidades por colores. Nunca entendió por qué llamaban queso azul a
algo que no era. Viniendo de las letras le parecía una incongruencia
intolerable: pondría remedio.
En su oferta habría
quesos azules de verdad: azul intenso, azul cielo, azul Prusia, cerúleo. Su
preferido. Pero también verdes rojos amarillos lilas y toda la paleta de
colores que se podía imaginar. No le interesaban las ventas ni el éxito
comercial ni la viabilidad del negocio. Su objetivo era la experimentación.
Pensó que debía
formarse correctamente para no ser un aficionado, un vulgar advenedizo como su
alumna exitosa. Acudiría a los mejores productores de queso de la Europa
central, siempre quiso visitar ese territorio. Había llegado el momento de unir
ambos intereses. En una semana estaba olfateando y degustando toda suerte de
queserías por la Francia profunda. Sin tener muy claro qué era esto de profunda
porque Francia es una tabla, pero en fin. No era el propósito del viaje las
correcciones lingüísticas. De ahí pasó a Bélgica Holanda Alemania Austria
Italia y Suiza. Para la cuarta semana de viaje ya tenía perfilado el producto.
Notó que todas las
queserías visitadas olían a taller de reparación. De calzado. Estaba en lo
cierto, por tanto, con el negocio de su padre. Sus quesos no lo harían: pocas
cosas pueden ser tan desconcertantes como un queso bermellón con sabor a bota
campera. O un queso verde primavera con olor a zapato de fiesta tacón de 20
centímetros. Y esto es lo que ocurría con los quesos degustados. Corregiría esta
incoherencia.
De vuelta a casa, en un
tren descapotable pintado rosa y maquinista top less, lástima que fuera hombre,
escribió toda clase de fórmulas químicas para el desarrollo de sus ideas. Como
hombre de letras, siempre pensó que la química constituía la simbiosis perfecta
entre matemáticas y literatura de vanguardia. Disfrutó con el ejercicio mental.
Y hubiera completado su carpeta de apuntes de no ser porque en una parada técnica
subió al tren una estrella del pop mal oliente mal vestida con ínfulas de
intelectual germen de opinión y de tendencias que se sentó a su lado: le amargó
el viaje. No podía con la mediocridad elevada al estrellato. Suerte que una
racha de viento inesperada al salir de un túnel en los Alpes franceses la succionó
del asiento llevándosela al cielo. Nadie preguntó por ella ni se sorprendió:
era una estrella al fin y al cabo.
Saltó al andén
entusiasmado con las nuevas ideas. Y porque sus dos gatos salvajes le estaban
esperando con la mejor de sus sonrisas. Nada sustituye al amor de gato. O gata.
Dos meses más tarde levantaba por primera vez la persiana de su negocio,
pintada en rosa en homenaje al tren.
Cuidadosamente distribuidos
por colores y olores, se podía ver la más hermosa colección de quesos jamás
imaginada. Quesos en gamas azules, azules de verdad, en el extremo izquierdo. Quesos
ocres amarillos y sienas al centro. Rojos de todas las tonalidades, desde el
naranja sanguinoliento hasta el burdeos más intenso, a la derecha. De diferentes
tamaños: pequeños como guisantes los picantes. De una ciruela los dulces: para metérselos
en la boca y llenarla de gusto. Del tamaño de una manzana los amargos. Un homenaje
a blancanieves, tal vez, o la traición del subconsciente bíblico. Sea como
fuere, los transeúntes fueron inmediatamente atraídos por el colorido de aquel nuevo
escaparate. Comenzaron a agruparse en la acera, después la calle hasta
obstaculizar el tráfico de coches y personas.
La seducción total vino
cuando Didier abrió la puerta y dijo: -Pasen. Está abierto.
Al hacerlo, miles de matices
aromáticos emanando de sus quesos salieron del local. Invadieron la acera, la calle,
el barrio. La ciudad. De boca en boca saltaba la misma pregunta: -¿Qué es este
olor tan maravilloso?
Y las narices
olfateando el aire como chuchos se dejaban conducir hacia el origen. Desde el
cielo se podía ver cómo el gentío hipnotizado formaba corrientes radiales cuyo
epicentro era la tienda de quesos. Masas de personas dominadas por sus aromas
bloquearon los accesos al negocio. El barrio quedó colapsado.
Didier, refugiado tras
el mostrador, comprobaba asustado cómo los pedidos no cesaban. En pocos minutos
le habían vaciado el local, y quien tuvo la fortuna de adquirir alguno de sus
quesos ahora se encontraba acorralado por clientes sin producto.
Pronto comenzaron los
insultos entre la muchedumbre. Los empujones, los golpes. En escasa media hora
la batalla se había desatado, pegándose y mordiéndose unos a otros para hacerse
con unas migas de queso. Orejas, narices, manos, brazos, piernas, arrancados a
mordiscos y esparcidos por el suelo. La calle, el barrio, la ciudad, fue el más
sangriento campo de batalla que jamás narró historiador alguno. Ni imaginó.
Cuando cesaron los
gritos de histeria, les siguió un silencio aterrador.
Didier reapareció del
agujero bajo el mostrador donde se había escondido y se enfrentó a un espectáculo
para el que no estaba preparado. Abandonando su negocio, ahora destrozado, avanzó
por la calle sorteando cuerpos, trozos de cuerpos, y sangre. No sabía si era más
horrible el silencio o el fétido olor a carne despedazada.
Así caminó durante
horas, evitando el contacto. Imposible no ensuciarse con aquel líquido viscoso
y pegajoso que teñía el suelo de rojo burdeos. Tres días y dos noches después
de no ver y pisar más que muertos en proceso de descomposición, terminó por
acostumbrarse. Al quinto día se estaba alimentando con ellos: suponían una abundante
oferta de proteínas al alcance de la mano sin razón para desaprovecharla.
-Yo sólo quería
experimentar –se dijo en tono condescendiente.
Para el décimo día tuvo
otra idea revolucionaria:
Haría mermeladas de
carne. Azul
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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