TEQUILA
Desde que
me emborracho a diario tengo la visión más nítida del mundo
de la
irrealidad y de mi vida,
que jamás
he percibido.
Será que la
visión doble aporta una información desconocida.
O que el
alcohol es un buen desinfectante:
limpia mi
pensamiento de agentes patógenos y gilipolleces.
Otro virus
no catalogado extraordinariamente común y contagioso.
Por eso,
tras cada nuevo trago aplaudo entusiasmado
a lo que
está por venir.
Como si el
minuto siguiente fuera el definitivo.
El punto de
inflexión mágico que remedia
nuestras
vidas de sobrios aburridos.
Aplaudo y
salto de alegría.
Salto en la
cocina, en el salón. En el balcón. Ahí,
salto al
vacío a ver si me doy la hostia del siglo
que refuerce
mis teorías acerca de la mensurable gravedad del ser.
Se equivocó
Kundera con su levedad y demás cosas etéreas. Probablemente,
no encontró
el licor adecuado.
Abierto en
el suelo el boquete pertinente para cruzar el mundo
escarbo con
desinterés a ver si encuentro en el centro de la tierra
el centro
de mí mismo.
Un par de
arañazos a la roca más tarde
decido que
no vale la pena. Y quizás sea mejor
seguir
perdido.
Pues así,
confundido y confundiéndome entre curiosos que se acercan
a ver qué
demonios hago ahí abajo donde dicen que se esconden los demonios,
soslayo el
compromiso de tener y defender mis objetivos.
¿Para qué
quiero yo ir a ninguna parte
si en todas
hay la misma puerta hacia el abismo?
Mejor lo esquivo.
Veo en la despensa
que ando escaso de existencias:
hay botellas
para sólo un par de días.
Estoy por
bebérmelas todas seguidas.
A ver si
sudando alcohol y llorando alcohol
consigo por
fin estar limpio del todo.
Quiero saber
si,
una vez
alcanzado este estado perfecto de pureza,
amanezco
iluminado con la absoluta sabiduría.
Y la paz
completa.
Aunque quizás
esto dependa
de lo que
tarde en socorrerme la Cruz Roja.
Y lo que me
inyecten en el servicio de emergencias.
©CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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