SALVAJE OESTE
-¡Mientes! ¡Que me
digas dónde está Meredith o de esta no sales! –gritó furioso Smith.
-Podéis pegarme todo lo
que querías. Ya os he dicho que no lo sé –respondió el moribundo.
-¡Mientes! ¡Te voy a
liquidar como no me digas la verdad!
-Ayer por la mañana
robó mi mejor caballo y se marchó cabalgando. Sólo dejó una nube de polvo y una
nube de pena en mi corazón.
-Este imbécil nos está
tomando el pelo, jodido poeta. Pégalo un tiro y vámonos –añadió Wesson, cansado
después de tres días dándole golpes a ese desgraciado que vivía en una cabaña
en mitad la nada.
Smith
-Siempre me toca a mí
el trabajo sucio. Pues ya estoy harto. Pégaselo tú.
Wesson
-¿Yo?, ¿yo? Sabes que
no puedo. Me dan miedo las armas.
-¿Pues entonces para
qué llevas colgando del cinturón un Magnum 45? ¿Para contrapeso?
-Sabes que yo tengo
mala puntería con este Padison.
Moribundo
-Parkinson. Se dice
Parkinson. Enfermedad neurodegenerativa incurable caracterizada por…
Wesson
-¡Tú te callas! ¡Jodido
listillo! ¡Pégale un tiro Smith, no lo soporto más! ¡Y larguémonos de aquí!
Moribundo
-Sí por favor. Dadme
muerte rápida. No quiero la vida si no la tengo.
Smith
-¡Poeta tarado! ¡Si no
la tienes no la puedes querer!
Wesson
-¿Ves? Te lo dije. Se
está riendo de nosotros. ¿Crees que somos estúpidos jodido imbécil? ¡Pégale un
tiro ya!
Moribundo
-Me refiero a Meredith.
Si no la tengo a ella tampoco quiero la vida.
Smith
-¡Pues haber empezado
por ahí!
El eco de un disparo
rebotó por el valle desértico durante horas. Después volvió el silencio.
Smith y Wesson seguían
la pista de Meredith desde hacía un año, cuando los tres dieron su último golpe
en un banco de Arizona. Fue un atraco limpio. Sólo tres muertos limpios.
El director era un
fijo. Smith mataba al director por principios, no soportaba las diferencias
sociales en función del trabajo desempeñado. El de ellos, atracar bancos, era
tan digno como dirigirlos. Todos formaban parte del mismo engranaje. Y atracar
o dirigir eran dos caras de la misma moneda. Tan solo que la segunda era legal.
Por esto los mataba. Y
porque ningún director hasta la fecha podía disimular su mirada altiva y de
desprecio al oír manos arriba. Ningún director levantaba las manos, para eso
era el director. Por ahí venía el tiro de gracia.
La segunda muerte en
Arizona fue una joven hermosa, bien vestida y de marcadas curvas. Un metro
ochenta con tacones que Meredith miró con envidia desde su metro cincuenta y
ocho con botas de vaquero. Sudada de cabalgar y sucia de polvo, al ver a
aquella joven elegante que seguro tenía veinte pretendientes esperándola en la
puerta, la autoestima se le vino abajo. Para crecerse le metió una bala entre
las tetas. -Deja algo para las demás –le dijo estando la muerta ya en el suelo.
Al tercer fiambre lo
liquidó Wesson, y fue una sorpresa para todos. Incluidos Smith y Meredith que
nunca le habían visto disparar. Pero a Wesson el fraude de una monja disfrazada
de fulana le pareció intolerable. ¿Qué diablos hacía una monja en aquel banco? Había
tres cosas que no soportaba: la música MP3, el burrito catalán y las
incongruencias. La monja fulana era una de ellas. O tal vez no: la duda le vino
semanas después galopando por el desierto de Arizona tras las huellas de
Meredith.
Ella les había
traicionado al salir del banco: se tragó el botín. El lote entero sin que
pudieran evitarlo. Puede que tampoco quisieran, les daba asco. El atraco había
sido a un banco de semen. El primero en su carrera profesional. Desde que
formaron la banda sólo habían hecho bancos de alimentos. Renunciaban al dinero
y al oro, encargos mejor pagados pero los tres eran combatientes activos contra
el capitalismo salvaje. La atestiguaba una pegatina que ponían en la frente de
los directores muertos a modo de firma de la casa y declaración de principios. Corría
el año 1869 cuando se conocieron siendo miembros de las juventudes comunistas.
Los tres decidieron que iba siendo hora de actuar más y hablar menos. Por eso
aquella traición dolió especialmente. No pararían hasta dar con Meredith.
Meredith había entrado
en el salón marcando espuela. Quiso que todos, hombres en su mayoría excepto
tres fulanas buscando trabajo, se fijaran en ella.
Meredith
-Un güisqui, camarero.
El vaso de cristal
golpeó la vieja barra de madera como un martillo.
-¡No guardes la
botella!
El camarero dejó tres
cuartos de Jack Daniel´s color azul junto al vaso martillo. Rápida, Meredith
desenfundó su Colt SAA 1873 comprado por catálogo a un fabricante de
imitaciones chino, baja calidad gran impacto, y le puso el cañón entre los
ojos. -¿No olvidas algo? Asustado y con los brazos en alto, el camarero
respondió tartamudeando:
-No no no me ma mate.
Ya lo han he he hecho tres ve ve veces esta semana y no no no gano para
entierros. Es es este es un negocio mo mo modesto.
-Pues ya puedes ir
poniendo en marcha tu sesera de maquinista si no quieres que hoy sea el cuarto.
-No no no la entiendo
se señora.
-¿Señora? ¿Qué te hace
pensar que soy una señora? ¿Insinúas que soy idiota? ¡No estuve luchando en las
juventudes comunistas para ser la señora de nadie! ¡Imbécil!
-Pe pe perdón se se
seño…
-¡Vuelve a llamarme
señora y te reviento desgraciado!
-Se se seño ño rita.
-Eso está mejor.
Sigamos. ¿Qué habías olvidado decirme?
-No no no sé se se
señorita.
-¿Qué se le dice a una
dama cuando se le sirve un trago?
-Las las las damas de
de de por aquí no be be beben güisqui se seño rita.
-¿Entonces yo que soy?
¿Una zorra? ¿Ahora me llamas zorra?
-No no no se se
señorita.
-Mira que me lo estás
poniendo fácil, hace tres días que no huelo a pólvora. ¡Y soy una yonqui de la
pólvora! ¡Necesito un chute de pólvora y quiero disparar!
-No no no me me mate.
-¡Pues repite conmigo, imbécil!
-Im im im be be
-¡Eso no imbécil! ¿Pero
de dónde ha salido este gilipollas?
-De de de Wis con
consin se señori…
-¡Eso tampoco idiota!
¡Cállate! ¡Cállate o te mato ahora mismo! A ver… Empieza por P, piensa.
-Pu pu pu
-¿Puta? ¿Ahora me escupes
puta a la cara? ¿Te crees que todas las mujeres que entran aquí son unas putas?
-A a así es se seño
rita.
-¿Qué? ¡Lo mato! ¡A
este lo mato!
-¡No no no me ma mate!
Pe pero aquí so so sólo entran fu fu fulanas buscando tra tra trabajo.
-Otra vez… Repite
conmigo… Pre.
-Pre pre pre.
-Cio.
-Cio cio cio.
-Sa.
-Sa s asa.
-¡Dilo!
-Di di di.
-¡Eso no gilipollas!
¡Preciosa! ¡Aquí tiene su güisqui preciosa! ¡Eso se le dice a una dama como yo!
¡Auiero oírlo!
-¡Eh, tú! Estamos
viéndote las chicas y no nos gusta lo que oímos. Deja en paz a nuestro Johnny o
te las verás con nosotras. ¿Acaso te crees mejor porque lleves un arma y vistas
como un vaquero?
Meredith miró a la
fulana que le hablaba desde el centro del salón. Todas en pie, se habían
agrupado para hacer un frente común defensivo. El resto de clientes sentados en
silencio observaba el duelo. Empujó a Johnny que tropezó y cayó al suelo
haciendo gran estruendo. El ruido disparó la alarma antipeleas, aún en período
de pruebas, que el sheriff del condado aficionado a la domótica y la pesca sin
muerte le instaló el mes pasado. Johnny había estado cerca de perder el local
por culpa de la última pelea. Un luchador de sumo con calzón azul a la derecha
y ornitólogo con sombrero amarillo a la izquierda más conocido como el Tucán de
Alejandría se retaron a muerte por una fulana bizca. El altercado fue de tal
magnitud que se presentaron los antidisturbios con gases lacrimógenos y cañones
de agua para terminar de arruinarle el negocio.
Meredith pensaba
disparar a la ramera díscola cuando Smith y Wesson abrieron de dos patadas las
puertas abatibles del salón.
-¡Maldita seas
Meredith! –gritó furioso Smith-. ¡Por
fin te hemos encontrado. ¿Por qué huyes de nosotros?
Ella, sorprendida y un
poco titubeante:
-Queréis matarme. Por
quedarme con el botín del golpe.
-¡Pero qué dices!
–respondió Wesson-. Sabes que yo no quería dar ese golpe. Fuiste tú la que se
empeñó.
-Es cierto. Nosotros
sólo atracamos bancos de alimentos. ¡Hay que comer! Pero lo del banco de semen
fue idea tuya Meredith. Luego comprendí, cuando te lo tragaste. ¡Querías
quedarte embarazada!
Meredith rompió a
llorar, pero seguía con el revólver apuntando a las fulanas. Ahora agrupadas.
-No llores mi amor.
Meredith tragó saliva y
sorprendida abrió unos ojos como platos. Balbuceando, preguntó:
-¿Qué, qué has dicho?
-Mi amor, todo este
tiempo buscándote era por esto.
Smith sacó un pañuelo
rojo de sangre seca que llevaba oculto en la barriga. Enrollado con él un
anillo de oro, se lo robó al último director de banco cuando aún escupía sangre
por la boca. Lo arrojó a los pies de Meredith.
-Toma mi amor. ¡Cásate
conmigo!
Meredith sin dejar de
apuntar a las fulanas miró al suelo, cada momento más perpleja. El anillo rodó
hasta la punta de su bota, sucia de polvo y estiércol de caballo. Las tres
fulanas rompieron a llorar como niñas. Una de ellas se acercó a un cliente y
sollozando le gritó:
-¿Ves qué bonito? Tú no
haces eso por mí –y le dio un tortazo de rabia. El cliente ni se inmutó.
-Cásate conmigo. Busquemos
trabajo. Formemos una familia. Con coche, casa, hipoteca, hijos drogatas, perro
labrador en el porche y barbacoa. Seamos un matrimonio normal, mi amor. Seamos
felices. ¿Es lo que siempre quisiste, verdad?
Meredith bloqueada de
asombro, los clientes callados como tumbas, Johnny tirado en el suelo y Wesson
detrás de Smith, como siempre, preguntó con voz ahogada:
-¿Pero qué estás
diciendo?
Smith se volvió. Había
olvidado, una vez más, que Wesson era su sombra. Y que siempre estaba detrás.
-¿Qué?
-Sí, eso digo yo. ¿Y yo
qué?
-¿Cómo que y tú qué?
-¡Sí, eso he dicho!
¿Estás sordo? ¿Que y yo qué?
Todos miraban a Wesson
que parecía haberse atascado en el queísmo.
-¿Qué qué pasa conmigo?
¿O te crees que cabalgo a tu lado por afición a los caballos? Sabes que no
soporto su olor. ¿Y los atracos a los bancos de alimentos?, yo como muy poco.
Me mantengo en mi peso, para estar atractivo
a pesar de los años. ¿Y qué me dices de mis botas? ¿Has visto a algún vaquero
con las botas limpias? ¡Si hasta esa vulgar Meredith va siempre hecha un asco!
-¡Oye no te consiento
que me insultes!
El público comparó a
ambos y respondió a coro:
-¡Es verdad! No se
pueden comparar.
-¿Y mi pañuelo? No hay
un pañuelo más limpio y perfumado que el mío en todo el oeste. ¿Y sabes por
qué? Por ti. Todo lo hago por ti mi amor. dormir al raso, las canciones de
campamento, las imitaciones de políticos, lavar la ropa en el río, la pesca con
sedal, vigilar el fuego por las noches, matar serpientes, osos, lobos, reciclar
la basura, atender a la prensa, dejarme sodomizar por policías para que no te
detuvieran por cabalgar borracho. Todo lo he hecho por ti mi vida. Creí que
entre nosotros había algo. Que sentías lo mismo.
Un silencio de
cementerio se hizo en el salón. Johnny asomó su cabeza de conejo asustado por
encima de la barra. Quería comprobar con sus ojos si lo que oía desde el suelo
era cierto.
-Y ahora, ahora tengo
que soportar que te declares públicamente a esa zorra maleducada y sucia.
Aficionada a la comida basura, los sombreros de imitación y las gargantillas de
plástico. Que no sabe lo qué es una laca de pelo o una pintura de uñas. Mira,
mira las mías.
-¡Ohhh, qué bonitas y finas!
–exclamó la fulana que se encontraba más cerca.
-¿Lo ves mi vida?
Cualquiera se da cuenta de que soy un hombre sensible y limpio. Cualquiera
excepto tú, que sólo has tenido ojos para esa sucia y mal oliente.
En este punto Meredith
apuntó su revólver hacia Wesson diciendo:
-¡Oye, te estás
pasando! Soportó tus plomizos discursos de las juventudes comunistas porque
entonces era joven idealista. Pero ese tiempo pasó. Sabía que detrás de esa
carita rasurada y ese pañuelo perfumado había un marica, pero de hoy no pasas.
¡Ya no te soporto más! ¡Apártate Smith que lo liquido ahora mismo! ¡Quiero oler
a pólvora! ¡Acabar con ese panoli de una vez!
Wesson desenfundó su
Magnum 45 y tapándose con la mano izquierda los ojos, asustado y tembloroso de
Parkinson disparó a ciegas.
Cuando vació el
cargador, todavía humeante su revólver, fisgó entre sus dedos la escena. En pie
las tres fulanas, y la cabeza de Johnny asomando inmóvil sobre la vieja barra
de madera, como una pelota de feria entre el vaso martillo y la botella de Jack
Daniel´s. El resto todos muertos.
Un bote de gas
lacrimógeno entró rodando bajo las puertas del salón. Otro atravesó el cristal
de una ventana. Johnny se tiró al suelo lamentándose: -¡Oh no, no, no, otra vez
los anti anti disturbios!
Afuera, los coches
patrulla con las luces encendidas y las sirenas aullando. Por megafonía una
voz:
-¡Están rodeados!
¡Quieto todo el mundo!
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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