SAN MARTINA
Chillaba desesperada
como la cerda que era. Chillaba de dolor y temor. También por perplejidad: no
podía creer que le estuvieran haciendo algo así. La familia, precisamente la
familia.
Al frente la abuela
Leocadia, ¿se habría vuelto loca la abuela Leocadia?, a su lado el abuelo
Gervasio. Y los tíos Román y Jacinto junto a dos vecinos, Federico y Lorca.
Éstos, pareja de gays que iban por la vida de sensibles pero ahí estaban:
participando y disfrutando como bestias.
Antes a los gays se les
llamaba maricones, directamente. Sin sutilezas, eufemismos ni falsa educación.
Ahora no sólo tenían un nombre nuevo sino que había que venerarlo. El mundo se
había vuelto un lugar sólo apto para gilipollas y excombatientes tarados. A
joderse y aguantarse. Es lo que hay.
Claro que ella también
se había beneficiado de estas majaderías: leyes anticonstitucionales impulsadas
por políticos cobardes e hipócritas; discriminaciones de género positivas
impuestas por grupos de poder neofascistas con clara tendencia revanchista;
chulerías así.
No compartían estos
ideales libertarios las primas Horten, de Hortensia que era mucho más feo, como
ella, y Manuela, tanto más fea. Vestidas permanentemente de duelo y con cara de
funeral, para ellas el tiempo no pasaba. O sí pasaba pero sin cambios innecesarios
que volvieran del revés las tradiciones y costumbres, a no cambiar lo de
siempre.
Incluso los sobrinos
Raquelita y Toñín habían acudido al macabro espectáculo. Y los perros, dos
sabuesos que Román llevaba de caza pero malvivían el año entero en la cuadra de
Gervasio. Condenados a cadena perpetua en aquel sucio y oscuro lugar. Había que
oírlos decir cómo ellos amaban a los animales; maltratadores desgraciados. Puede
que fuera la única pero ella les había tomado cariño: también los perros eran
de la familia.
Creyó que así sería por
siempre, que estaría la familia unida ante la adversidad porque esa unión era
su fortaleza. Hasta ese día funesto en que se dejó engañar por Jacinto y
Gervasio. Con trucos la habían llevado al callejón pegado a la casa donde
alguien había colocado un banco inesperadamente. Se podía notar la tensión en
sus rostros, la mirada fiera en los ojos.
En una rápida maniobra
que ella en su ingenuidad no intuyó, Jacinto sacó un garfio que clavó en su
mandíbula. No lo esperaba, le ganó la sorpresa, y la confianza depositada
durante años en la familia. -Son buena gente, sé que me quieren, solía decir-.
Jacinto amarró el garfio a su pierna mientras ella se revolvía con una
violencia insensata: cuanto más luchaba más le desgarraba el hierro la carne.
De las sombras de la
cuadra aparecieron como manada de lobos Román, Federico y Lorca. Junto a
Gervasio, los cuatro la tiraron sobre el banco agarrándola cada uno por un
miembro hasta inmovilizarla. Se acercó entonces la loba mayor, Leocadia la loca
Leocadia, que esgrimiendo un enorme cuchillo le atravesó la garganta. Ella vio
la maniobra con pavor. ¡Leocadia! También cómplice del asesinato con
premeditación. ¿Por qué todos de acuerdo para algo así? A ella, precisamente la
única que no había reñido con nadie de la familia. Primos contra tíos, tíos
contra sobrinos, sobrinos contra abuelos. Discutiendo, gritando, peleando por
unos tomates o unas ruedas de chorizo. ¿Con qué se hacía el chorizo? –se preguntaba-.
A ella nunca le daban carne para comer. Disputas todas fruto de sus propias
mezquindades y envidias. Pero ella, que de nadie tuvo envidias y a todos brindó
el mismo trato, era la víctima.
Por momentos el dolor
le pareció insoportable. Chillaba, los tíos gritaban, ¡que no escape, que no
escape! Las primas corrían de un lado para otro con cubos vacíos. Los niños
lloraban los perros ladraban. En su desesperación por salvar la vida dio un último
combate. Pero entre todos la tenían fuertemente sujeta. Estaba atrapada en una
trampa mortal diseñada con voluntad y entusiasmo por la familia. Cuanto más se
retorcía, más dolor con el garfio y el cuchillo.
Un chorro de sangre
brutal manó de su cuello, nunca imaginó que algo así podía ocurrir. Hortensia y
Manuela llenaban con la sangre caliente un cubo tras otro, revolviéndola
gustosas con la mano para que no coagulase. ¡Su sangre! Sabía que la vida se
escapaba en los cubos que veía horrorizada. La hemorragia era tan grande que en
unos minutos el dolor comenzó a remitir, lentamente. Hasta desaparecer por
completo.
Se defendió cuanto pudo
pero eran demasiados. Murió tras un último espasmo de agonía y nadie de la familia
lloró por ella.
Para seguir con la
barbarie, Lorca prendió fuego a una pila de arbustos y leña que amontonaron en
medio del callejón. Entre todos, abuelos tíos primos vecinos niños, la tiraron
a la lumbre. Sólo era un cuerpo muerto pero, pensó que aquellos brutos querían
matarla de nuevo. El suplicio horrible de fuego y olor a carne quemada duró
hasta que le ablandaron la piel. Una vez logrado, Horten y Manuela la rasparon
por completo. Leocadia se metió en la casa a cocer la sangre en la cocina económica,
a la lumbre de encina y olivo. A ella la escondieron en la cuadra y de los
miembros traseros la colgaron de una viga del techo. Cabeza abajo con la mandíbula
rota, el cuello rajado y la piel abrasada. No se puede estar peor –se dijo. Esta
familia es una familia de salvajes.
Federico, el techo de
aquella cuadrilla de enanos, con el mismo cuchillo que le abrió la garganta la
cortó por la mitad. De arriba abajo. Tenía poca grasa, cuidó su silueta con
mimo a pesar de que Leocadia y Gervasio le proporcionaban comida en exceso
entre recriminaciones de ¡esta no engorda!, por lo que el cuchillo separó fácilmente
piel y músculo hasta llegar a las tripas. Manuela extrajo los intestinos para
agruparlos en un cubo amarillo, los riñones, el hígado, todas las vísceras, en
otro. Azul. Los pulmones para el final, le daban asco y con la misma cara de
desagrado se los tiró a los perros. Ella, que nunca fumó, le pareció una ofensa
intolerable el rostro de asco de Manuela. -¿Sabía Manuela lo fea que era y que
por eso no había conocido varón?, ¡pues entonces!- No le encontraron el corazón
y Román que solía hablar más de la cuenta siempre a toro pasado, se apresuró a
decir: -¡Sabía yo que no tenía corazón!
También esto le dolió
especialmente. No sabría colocarlo entre el dolor del garfio el cuchillo el fuego
o ver tirados sus pulmones a los perros, pero fue mucho. Cuando colgada del
techo y abierta en canal quedó vacía por dentro, repartido su cuerpo por cubos
y palanganas, comprendió qué era sentir un vacío interior. Como el suyo no había
otro, era completo. Estaba pensando en pedir hora para el psiquiatra, en esto
le interrumpieron Federico y Lorca que, entre risas y vasos de vino, brindaron
diciendo:
-¡A todo cerdo le llega
su San Martín!
San Martina, jodido imbécil,
San Martina –pensó ella-. ¡Que para todo
hay géneros!
Seréis gays, ¡pero
igual de machistas!
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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