Otra noche sin cenar. Yo, no el crío cabrón. Que a su madre le contó el muy hijo puta que había querido enseñarle las bragas. No me despidió ahí mismo la divina porque era sábado y al día siguiente llegaban invitados a la casa, donde mi presencia como doncella florero servil ante sus amigos era indispensable. Más por razones estéticas de frívola grandeza que prácticas. La divina era tan buena anfitriona como hipócrita.
Pero en esa primera afrenta seria con el niño consentido y educado hacia la tiranía no me salió gratis. Dos semanas más tarde pasé mi primera noche en el rellano. Sí, como un mendigo durmiendo en un portal, pues yo en el rellano frente a la puerta del piso donde servía como esclava y sin cartones. Falta de hábito, la cosa me pilló desprevenida. Pensé aquel día que quizás me conviniera conocer mejor los alrededores para buscarme la vida en situaciones de emergencia como la presente. Por no hacerlo hube de conformarme con tirarme sobre el felpudo donde los santísimos señores limpiaban sus zapatos, la metáfora era tan evidente que sangraba, y dormir recostada contra la pared.
Las razones del castigo fueron simples: una. Llegar tarde. Ya me indicó la divina la hora de vuelta a casa para esos pocos días donde sus graciosas majestades me concedían unas horas de libertad condicional. Pero me dejé llevar por el entusiasmo, básicamente de dar vuelas por ahí sin hacer nada y no gastar, y se escapó el tiempo: 21:05 horas. Estaba pulsando el botón del portero automático, ya he dicho que era un edificio de gente con aspiraciones a clase alta no que la tuviera, por ello el portero electrónico y no de carne, pero nadie abrió.
Tarde, cinco minutos tarde. Insistí hasta tres veces, engañándome al pensar que no me habrían oído.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario