domingo, 22 de junio de 2014

HUMANIDADES ENFRENTADAS, parte 8



En honor a la verdad, debo cedir que la divina fue honesta desde el primer minuto: me trató como una mierda nada más llegar. Y dejó claro que nunca cambiaría mi categoría social en esa casa: yo era personal de tercera. Por delante perros gatos y hámsteres. El sueño de un futuro a tope de posibilidades en una madre patria abierta de corazón y brazos, no sé si decir de piernas para otros hijos de dios, reventó esa misma noche en mi nueva habitación. Un cuchitril más pequeño que la celda del convento pero sin reja en la ventana, vistas a un patio triste y probablemente cotilla como todos los patios. Mejor lo de la reja ausente: la mansión era un quinto piso de un edificio clase media estirada; si las cosas se torcían mucho podía resolver mis problemas saltando por la ventana. Las monjitas no podían decir lo mismo y quizás por eso se latigaban de cuando en vez. Era lo más cercano que podían estar del suicidio sin pecar; aunque ya se mataban voluntariamente un poquito cada día.

Una semana y tres euros más tarde me encontraba en la facultad consultando precios y tasas para terminar mi carrera de sacamuelas. Había oído que en España estos oficios eran bien cobrados, y a mí sólo me quedaban dos años y un par de asignaturas martillo que arrastraba como un preso a su bola de hierro. Para mí era de plomo.

Hice mis cuentas: con el sueldo prometido necesitaba trabajar sin vivir cinco años para pagarme dos cursos y posibles flecos. Joder con el mundo libre capitalista pleno de posibilidades. ¡Acababa de llegar y ya estaba enterrada!



En la casa con la divina la convivencia fue chunga desde el principio. Esa familia de españolitos no movía el culo más que para cambiar de asiento, y yo tuve que corregir al alza, al alba, mi hora de madrugar tres veces. Pasé de asistenta a sirvienta en una mañana. De sirvienta a sierva antes de comer, y de sierva a esclava para la hora de dormir. Un récor de ascenso social sin precedentes. Aunque lo mío fuera descenso en caída libre.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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