¡Y qué regusto da, joder! No dirigir la palabra a quien no la merece, al que tienes enfrente, a un metro, por la mera satisfacción… de hacerlo. Sin más. Ni hola ni adiós, nada. Y ver cómo se le queda la cara de bobo ofendido las primeras veces. Después termina acostumbrándose como cualquiera por la cuenta que le trae, pero hasta entonces… ¡Buah! Es casi orgásmico.
La borracha dio la espalda al portal acarreando su basura, no sé si era al revés y la basura le arrastraba a ella, olvidando a uno de sus perros en el interior. Que aprovechó la oportunidad para mearse en la maceta de costumbre. Yo disfruté con la anécdota: también aprendí a extraer diversión de la maldad. Sí, definitivamente estaba madurando.
No lo suficiente: en el rellano del quinto junto a la puerta de mi cárcel, una maleta. Mi maleta. A su lado una mochila, mi mochila. Sobre ambas un montón desordenado de ropa, mi ropa. Por el suelo, revuelto de cosas, mis cosas. Los nervios se me pasaron instantáneamente cediendo el paso a la desazón y el pánico. Estaba despedida, era evidente. Pero mi drama no era el paro repentino sino la pernocta. ¿Dónde cojones iba yo a pasar la noche? Siempre ajustada de dinero, para ahorrar, llevaba dieciséis euros en el bolsillo. Sin tarjeta de crédito, para no gastar y porque el banco me cobraba doce euros a cambio de un mantenimiento ficticio, tampoco podía sacar dinero ni pagarme una habitación a débito. Era “saaabado a la nocheee”, por alguna razón esa canción me vino a la cabeza y me fastidió aún más; no estaba yo para cachondeos, pero sí estaba jodida. De modo que la primera solución desesperada fue volver al principio: al convento de las amables monjitas.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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