Metí como pude la ropa a toda prisa y me largué de allá a la carrera. No sin antes dejarles un recuerdo que los señores no olvidarían: manché con Betadine y la sangre de mis heridas la más vieja de mis bragas y la anudé en la manilla de la puerta. Para que imaginaran lo más asqueroso que sus sucias mentes podían imaginar. Y aunque por una razón sólo figurada, conociéndoles debió dolerles mucho.
Once euros en el bolsillo, ¡cómo había subido el transporte público entre las obras del alcalde y la crisis!, y yo llamando a la enorme puerta del albergue de monjitas. Un precioso picaporte con forma de mano recogiendo la esfera del mundo, o algo así, sonaba como un martillo en el interior. A pesar del estruendo veinte minutos tardó en aparecer una desconocida con pocas ganas de atender al público. El contacto del contacto de mi padre había muerto. <
Con pocos modales y la cortesía justa la displicente me sugirió largarme. Dos invitaciones en una misma jornada debió ser una señal que no supe interpretar. No se hizo carne el verbo para esta ocasión: me vieron en la calle y me ofrecieron un lecho. ¡Y una leche! Al final capitalismo y socialismo no eran tan distintos: si no tienes contactos no tienes nada. Los chanchullos y amiguismos de siempre mueven el mundo. O lo que sea.
Pensé en volver a la línea circular. Había un par de estaciones más y con los vagones renovados… ¡Joder, no podía creer lo que estaba ocurriendo! ¿Era verdad o un déjà vu invertido? Cinco años en ese país esclavizada… Y estaba como el primer día. Sin amigos sin nadie a quien pedir ayuda sin dinero en la cartera con el equipaje a cuestas sin bocadillo de reserva. <<¡Puta mierda de vida esta la mía!>> -grité. <<¡¿Por qué todo me ocurre a mí!?>> <<¡¡¡Hostiaaa!!!>> -adiós definitivamente a la educación materna.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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