Tal portero automático, en cambio, era un grito de chulería cuando los hijos pulsaban el botón. Al estilo: <<¡Abre basura sudaca! ¡Somos nosotros abre ya!>> El marido nunca llamaba que para eso tenía su propia llave del castillo. Y como corresponde a la profesión se colaba en el hogar sibilinamente y por sorpresa para cazar a no se sabe quién en no se sabe qué paranoia delictiva suya. Cree el ladrón.
Y la divina, pues igual. Dios los cría. Seguramente quiso sorprenderme metiendo mano al monedero, estaba convencida de que por mi condición de inmigrante era una ladrona; o a mi chico, estaba convencida de que por mi condición de inmigrante era una fulana. Ni lo uno ni lo otro que además chico no tenía por falta de tiempo y oportunidades; tampoco en esa cárcel había derecho a un bis a bis. Sin embargo, ella sí que era un putón verbenero que sisaba guita de los sobres de corrupción de su marido, quien no lo supo nunca. Cree el ladrón, otra vez.
El abejorro molesto que libera el pestillo zumbó sin que nadie preguntara quién era. Y porque no hacía falta pues me veían por la cámara así ahorraban el saludo. Entré tropezando. Estaba más nerviosa de lo que imaginaba. Todo el día por ahí, dando vueltas a las calles y a lo que tenía que decir es lo que trae: te vuelve loca.
Abandonaba el ascensor la vecina del sexto con la basura. La recuerdo bien. Otra guarra solitaria y alcohólica con dos perros enanos que se meaban en la terraza, en la escalera, en el portal. Nadie decía nada porque era propietaria; uno de los nuestros, de ellos, por tanto.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario