Aprendí también que en las comunidades de vecinos españolitas existían categorías propias. Una jerarquía social paralela a la otra sociedad y tanto más excluyente. A la cabeza los propietarios con más años de antigüedad en el edificio. Seguidos por propietarios más jóvenes. Después inquilinos autóctonos luego animales y plantas. Detrás de toda esta fauna, los inquilinos extranjeros. A su vez en este apartado también había subcategorías y sudacas junto a negros rivalizaban por el último puesto del escalafón. En la otra hoja, donde nadie mira, estaba yo. Quién me lo iba a decir a mí que en mi país miraba a los morenos de soslayo; por no decir de otra forma que hoy vergüenza me da reconocerlo. Pero sí, yo era una ni-ni. Con minúscula, no se puede ser menos en la vida. Ni propietaria ni inquilina. Nada de nada. La xhica, yo. La gran ausente la transparente. La que nadie saludaba para no desperdiciar energía. Yo, sí. La xhica del quinto alojada por misericordia y caridad en casa de Divine, la Señora. Esposa y propietaria junto al Señor Abogado. Gente respetable y de categoría. Además de propietarios con bastantes años de antigüedad.
La alcohólica del sexto pasó ante mis narices con sus bolsas de basura malolientes y sus dos perros malolientes. La maloliente ella no me saludó, como de costumbre, y yo menos aún. En ese edificio de altivos engreídos recibí varias clases de una asignatura que mi madre con sus buenas maneras eludió. Pero que era materia indispensable en este mundo: tratar a los demás como te tratan a ti. MAL.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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