Otro vecino con maneras de desconfianza y cara de desprecio abrió la puerta y me colé tras él. Nos habíamos visto en un par de ocasiones, por eso no llamó a la policía, pero nunca hablado. Esta tampoco para qué. Bien sabía él porque la divina se lo había contado que yo no era más que la xhica, así que no valía la pena desperdiciar saliva con inmigrantes parásitos. Yo sabía y él sabía que yo lo sabía porque esto se nota y hace notar que me consideraba carne de tercera. Como los amos, por detrás de las mascotas. Y como éste tenía una pequeña colonia de grillos en su casa, porque no estábamos sordos, también por detrás de éstos. En realidad mi vida le importaba menos que el sobaco de su grillo más feo.
No le culpo. Yo era la extranjera, la mujer que robaba el trabajo a sus hijos la que vivía de subsidios la que holgazaneaba en su país que no era nada en la vida porque había nacido y me habían criado para estafar robar mentir vivir de la caridad. Todo menos trabajar y convertirme en una persona decente y provechosa como él.
Y digo no le culpo porque la lección de arrogancia y humillación me fue… cómo diría, divinamente aplicada. Justa, vamos. ¿Y por qué? Porque en mi país tratamos igual a los negros. Aprendí que esa manera natural de identificarlos como escoria vagos y maleantes a la que me había acostumbrado en aquella particular subcultura desde niña no era tan natural. Ni mucho menos. Aprendí, por sufrirlo en carne propia, que los negros también tenían su corazoncito, su autoestima, su necesidad de ser algo más que algo: alguien. Que las oportunidades no son iguales para todos como mi sociedad me había hecho creer, y que no era cierto que quien no las aprovechó fue porque no quiso. No no no. Descubrí el valor educativo de una buena hostia, pues la vida reparte hostias para todos pero sólo unos las reciben.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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