Los niños, engendrados por las razones más variopintas incluida el efímero deseo de tenerlos, eran molestos herederos plenos de derechos que una vez abiertos sus ojitos al mundo suponían un lastre insoportable a la permanente búsqueda de felicidad y diversión.
Quisieron a sus hijos el tiempo que duró la ilusión de que llegaran al mundo, el corto proceso del viaje y engorde, la emoción de apertura del nuevo juguete. Una vez en destino, enfrentados ya a la realidad, se acabó el interés y comenzó el martirio. Es ahí donde entrábamos nosotras, las niñeras, cuidadoras, amas de cría. Incluso nodrizas cuyas tetas repletas de leche se vendían para amamantar a unos bebés que no les pertenecían, cuyo vínculo paterno-filial era inexistente. Con el único fin de que los pezones de sus verdaderas madres no se ajaran por los tiempos de los tiempos. Y a sus maridos, o mejor aún amantes, les siguiera apeteciendo comérselos mientras ellas dejándose extasiar clavaban sus tacones en el techo.
Este era el caso de la divina. Cuyos ecos de sus contiendas sexuales con el abogado de los sobres, y con más de un sospechoso amigo del abogado de los sobres, llegaban a mi habitación minúscula y mis oídos sensibles. Siento decir para mi sonrojo que eché de menos algún botones de gimnasio con el que compartir experiencias culturales. Sí, sé que aquel tiempo de niñera fue un desperdicio. Con una castidad forzosa de la que nunca me pondré al día: los polvos perdidos no se rescatan. También faltan tipos de gimnasio en el mercado donde sobran fofos y babosos que me dan arcadas sólo de pensar.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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