Cinco años duró mi abstinencia que es como decir una vida. Los mismos cinco años dos meses tres semanas y un día que trabajé como una esclava para esa casa que es como decir la eternidad. Sesenta y dos meses comiendo sobras, pasando sueño, soportando desprecios de los niños y su madre. Vacío e indiferencia del padre. Sesenta y dos sobrecitos con seiscientos cincuenta euros sumaban: cuarenta mil trescientos euros. Administrando bien mis recursos y estudiando a tope para no suspender, ya casi lo tenía: el presupuesto necesario para pagarme el fin de mis estudios, y reconvertirme en una sacamuelas de provecho.
Saboreaba yo las mieles del triunfo, por el objetivo económico alcanzado y por haber sobrevivido a aquel llamémosle hogar para este párrafo, cuando el destino me tenía preparada la mejor de sus piruetas. Una maniobra doble salto mortal que nunca imaginé. No la vi venir y el hostión fue inevitable y brutal.
El día de autos, como luego lo llamaría el abogado cabrón y repentino padre, fue aquel en que la criaturita mayor cumplió doce años. Doce años y ya era todo un hombrecito… déspota. Fiel reflejo de su madre orgullo de niño. Lo que ocurrió fue tan simple y surrealista al mismo tiempo que hoy en mi recuerdo casi me parece un mal sueño. Si no fuera por… Es igual, vuelvo al asunto.
Era uno de esos días soleados de Madrid, frescos y apacibles de primavera donde la ciudad se va despertando de letargo invernal y comienza a florecer. Donde una se cree que tiene toda la vida por delante para comérsela. Nunca se adivina en qué momento la vida abre la boca como un sapo enorme para comerte a ti, mosca torpe y errática que no sabes de dónde vienes y avanzas a golpes y trompazos.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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