domingo, 7 de septiembre de 2014

PÉTALOS DEL PENSAMIENTO, parte 185



-¿Armas? ¡Mon dieu! Dice que hay armas. En este barco hay de todo menos bueno.

-Oh. ¿Y cómo lo saben? Quiero decir, ¿cómo está tan segura?

-La pequeña esta, que se cuela por todas partes. Ha curioseado entre la carga. Dice que si miras bien entre las tablas dentro se ven las armas.

-¿De qué tipo?

-¡Fausto! ¡Cómo quieres que lo sepa! Es una niña, ¡mon dieu!



Le había llamado por su nombre: Fausto. Hacía semanas que nade le llamaba así, y le gustó. Normalmente era: ¡Eh! ¡Oye! ¡Oiga! ¡Señor! Caballero, joven… Dependiendo del interlocutor: edad y educación. Pero su nombre… Ejercía un efecto proximidad que bien podría cimentar el comienzo de una asociación. Tanto como el sexo; quizá más. Lo había practicado con mujeres de las que no supo ni su nombre, en solitario o como miembro de una acción grupal; era éste el eufemismo en clave para convocar una orgía y buscar participantes. En otras ocasiones, en la incitación de la oscuridad de una taberna o callejuela de casco histórico, ni su rastro.


Por eso, que ella le llamara Fausto era otro paso en la misma dirección: la de que dos almas que ni son gemelas ni lo pretenden y tal vez no existan, se enlacen como átomos. Dando paso a la mágica trasmutación de la materia que convierte compuestos gaseosos en un líquido. Si bien es cierto que cuando cambian las condiciones de presión o temperatura la unión termina por romperse confirmando la regla de oro que sostiene que nada hay tan fuerte que soporte un estrés creciente durante largo tiempo. Si ella le hubiera llamado Fausto cuando se insinuó minutos antes, difícilmente podría él haberla rechazado a pesar del sórdido y mugriento escenario. Y de eso se trataba: cómo rescatar a esa gente del horror que estaban soportando.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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