Y hubiera sido en el país de no ser porque a su madre le tentó el juego. Se apostó el dinero las joyas la ropa los carruajes las casas los negocios los hijos. Su cuerpo cuando ya no tuvo nada. Revendido tres veces más los intereses a una familia de chatarreros fue a parar él. Ahí aprendió el valor que tiene lo inservible, cómo se prolonga lo agotado y cuántas vidas tiene la basura. A un nivel menos matérico: cuánto duele perder lo conquistado. Qué duro estrellarse cuando se cae del estrellato. Qué difícil asumir las pérdidas la escasez la penuria cuando se ha tenido todo. Tragarse el orgullo hasta olvidarlo. Dejarse insultar sin responder, menospreciar sin pelear. Humillar y consentir. Escarbando entre basura y revolviendo entre chatarra pasó los peores años de su vida. Esos que debieron ser los mejores para formarse y estudiar un oficio.
A él le hubiera gustado ser escritor, para evadirse. Nada le interesaba el mundo de los hombres, de la realidad gris y lluviosa que le había tocado soportar tras los espléndidos días de sol y luz que tan poco duraron. Con sus historias podría resolver esta situación: se marcharía donde quisiera. No fue posible, el peso de la chatarra y la basura le impidió volar. Todo, hasta que un día con su explotador particular entraron en una casa abandonada para arrancar lo que se pudiera vender. Lo hacían a menudo, vivían en un tiempo en que tirar a la basura cualquier cosa era un lujo, así que cuando se presentaba la ocasión robaban donde no parecía haber dueño. Excedentes en ausencia de propietario muy solicitados.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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