Aquel mismo día, entregadas las llaves de su casa sus granjas sus tierras sus animales, Dmytro agrupó a los suyos y cogidos de la mano sin más pertenencias que lo puesto se echó al camino que cinco jornadas más tarde lo escupiría a la ciudad. Sin mirar atrás, sin decir palabra con el alma rota el pasado borrado y el futuro vacío. Sin más lágrimas que las de cuatro niños hambrientos y ateridos de frío. Sin reproches de Ninenka, su mujer. Sin esperanza.
En la ciudad no había de nada para nadie salvo pancartas octavillas y discursos de charlatanes adheridos a la causa como babosas: era su particular forma de prosperar y ascender en la escala del nuevo régimen. Con distintos abusos pero mismos resultados de hambre miseria y muerte. Con más nuevas promesas y mismas viejas ruindades.
La ascensión del cateto de la comarca, de todos los catetos de las comarcas, fue meteórica. Y proporcional al hundimiento de todos los Dmytros. La vida rebosante de igualdad y oportunidades para todos era sólo otra bofetada a la inteligencia, otra falacia para reventar aplausos en los mítines. Aplaudid aplaudid malditos hasta que se os rompan las manos hasta que nos os quede sangre por entregarnos. Pero a veces entre la injusticia hay una chispa de recompensa. Al tonto de la comarca de Dmytro lo fusilaron por traicionar la causa revolucionaria: de las granjas confiscadas robaba lo que podía, acumulando hurtos y hallazgos casuales en justo pago a sus servicios hizo rápido una pequeña fortuna. Nada como el expolio para prosperar. Empezó por gallinas y conejos que nadie reprochó. Pero veinte expropiaciones más tarde una vez llenada la barriga dio el salto a la sustracción de joyas y relojes: indispensable material para financiación del partido, y sostenimiento del estado. Del nuevo-viejo estado de las cosas. Así se escribió el largo nuevo artículo de la nueva ley de largas represiones viejas.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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