Toda una proeza que los acompañantes de aquel ágape inesperado hubieran aplaudido con asombro de haberle entendido una palabra. El coreano, satisfecho con el entusiasmo demostrado celebra su análisis, que tampoco descifra. Vaciados los cuencos al ritmo On My Way se retira a su agujero, donde bajo la mesa de trabajo un gran cubo para los desperdicios guarda el secreto de su éxito.
Para la fantástica crema: sesos. Para la salsa de tomate con carne: orejas cartílagos y narices. Para las indudables albóndigas de mango: ojos. Y los sesos orejas narices y ojos procedían del secreto suministro secuestrado en las bodegas: cabezas de japonés asesinado para alimento de sus compañeros que los africanos se encargaban de cortar y retirar: habían comprobado tras sucesivos cargamentos de esclavos que esta parte del cuerpo no la comía nadie: demasiado evidente. Y constituían otra evidente prueba de cargo. Optaron por tirarlas al mar donde se hundían sin remedio hasta que un buen día en que no tenían nada para dar de comer al pasaje, el coreano decidió destinarles a un mejor uso: aperitivos para la cocina. El triunfo, como en esta ocasión, fue total. El coreano advirtió que al ser un producto que poca gente había probado, le abría la puerta a una nueva línea de investigación culinaria: casquería humana. Que por definición venía a ser todo despiece del cuerpo pues según su criterio no había otro animal que reuniera tantos desechos e inmundicias con la ventaja de no tener un exoesqueleto que romper a martillazos. De haber trabajado en un restaurante con algo de categoría, el coreano hubiera conquistado grandes cimas en la cadena montañosa de la cocina. Quién sabe, quizás superando los tres tenedores de su compañero malayo cuyo buen hacer en ese campo procuraba disimular.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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