Fausto y Charlotte caminan desconcertados hacia la salida. A su paso por la bodega de los hombres, el líder saluda con la cabeza, agradecido, y se encierra junto al resto. Desapareciendo en el interior de su propia cámara de los horrores. El comportamiento de estas personas a Fausto le resulta extrañamente parecido al de la rata que en su presencia huyó corriendo. Atrapada en la bodega, alimentándose de celulosa tenía pocas posibilidades de supervivencia, pero en el encuentro con lo desconocido, dos intrusos al otro lado de la escotilla, salió corriendo. Si bien, a diferencia de los mamíferos humanos, el mamífero bicho optó mudarse de lugar. Sin duda, mucho más inteligente pero también menos atormentada por unos carceleros sádicos asesinos.
A decir verdad, la probable liberación bien podía deberse a la estupidez española. De no haber sido por la pelea no se hubiera armado la bronca no se habrían parado máquinas nada hubiese podido oír él con la turbina rugiendo, desacostumbrado a los ruidos internos de las bodegas y el barco. El indeseable y asfixiante escenario bajo cubierta con sus terribles secretos ahí se hubiera quedado. Y los japoneses dentro.
De nuevo en el exterior, la vida seguía su curso. Con el multicolor fondo de bruma en un amanecer lleno de optimismo y esperanza. Sólo dependía del observador pues para el resto del pasaje, ajeno al drama bajo sus pies, así se mostraba el camino por delante. Para ellos, los sentimientos eran contradictorios: el colorido de ilusión ante sus ojos, el negro tormento en la memoria inmediata.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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