Morena de ojos grises como el alma. Con una nariz pequeña y respingona. En la mejilla derecha un lunar discreto y en la izquierda el último beso descarado que su amor le robó. Antes de partir para el frente.
Ella trabajó de enfermera sin descanso, con la esperanza de que un día volviera su amado de la guerra: único dueño de sus besos. De que no lo hiciera con el cuerpo hecho pedazos o la mente rota en dos mitades. Vio cumplido su deseo: ni de una forma ni de otra. Él no volvió. Le contaron muchas cosas: que murió con honor que estaba preso que desapareció que estaba vivo que desertó. Todo era cierto: desertó desapareció cayó preso en el ejército enemigo, con dos granadas de mano robadas a un guarda; para reventar a todo aquel que osara detenerle. Se reventó a las puertas de la plana mayor: seis oficiales dos coroneles tres generales, murieron en el golpe de mano. Una acción rápida inesperada eficaz. Doscientos como él hubieran ganado la guerra en seis meses porque no hay ejército que supere la falta de sus mandos.
Trabajó de enfermera sin tregua hasta que la contienda terminó; después, agotada por tantos muertos mutilados y locos abandonó la profesión. Antes le había abandonado a ella el entusiasmo como le conquistó la desesperanza. En una panadería, entre harinas y levaduras encontró consuelo. Amasando con cariño y entrega kilos de pasta. Tanto se entregó que ella no amasaba, masajeaba el producto. Introduciendo dedos y manos en aquellas grandes bolas de levadura y harina amarilla.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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