Geert, el flamenco que se muestra entusiasmado, da su opinión antes que nadie. Viaja con un hombre de mediana edad, más joven, pero ahora está solo. Su compañero es un tipo retraído y huidizo. Sin apenas interrelación con nadie más. Prefiere evitarlos. A Geert por su parte le gusta lo contrario. El día de la pelea se le vio dialogar con más de un contrincante. Buscando la conciliación. Respectivos puñetazos en contundente respuesta le pusieron en su sitio: el suelo. Él y su acompañante se conocieron hace varios años: doce. Cuando ambos fueron contratados por el hotel Dubbelzinniger. El primero de la ciudad en establecer un servicio de menús rápidos con opción camarero a domicilio. Fuertemente criticado por la competencia y pobremente imitado, a este servicio con algunos retoques en otras partes del mundo años después lo llamarían catering.
El trabajo de Geert en el hotel consistía en la invención y elaboración de los menús. Por ello había desarrollado especialmente los sentidos gusto y olfato, decía. Según él, era capaz de distinguir pequeñas trazas de pollo en un plato de ternera confitada. Y viceversa. O escamas de pescado en un puré de verduras. Especialmente se enorgullecía de su olfato: fino hasta el punto de atrapar un aroma de bizcocho de castañas en una nube de humo industrial. Por este aprendizaje de años dictamina sin dudar que en esa primera cucharada de crema el ingrediente principal es el queso. Belga. Que los pequeños trozos de carne del recipiente mediano son un indiscutible despiece de manos de cerdo enano. Taiwanés seguramente. Y las bolitas de equívoco olor a pescado albóndigas de mango deshidratado.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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