La escena cavita entre el surrealismo mágico y el deconstructivismo folclórico con unos toques de puntillismo cínico, todo bajo una veladura ocre de arte antiguo. Los italianos amigos del italiano que a su pareja de baile orgulloso muestra y maneja, miran con envidia y resentimiento: no les ha apoyado el compatriota en el amago de revuelta, y desde sus tiempos de pandilleros cualquier desmarque era una afrenta que se ventilaba a hostias o con una juerga. A veces ambas, pero preferiblemente esto último que quien paga es el ofensor. Pero en esa lata de arenques llamada El Faro De Benin, cuyas letras malamente cubrían el anterior Nordsjøsild, la juerga no era una opción. Tendrían que liarse a guantazos para repasar diferencias.
La espontánea decisión individual del compañero en un momento crucial tal cual era la proclamación del café expreso como la imagen de la república no debía disimularse. El compromiso consistía todos para uno, esto lo aprendieron siendo niños fantaseando con novelas de aventuras, y todas para todos. Esto, ya de mayores; en un episodio deplorable cuando los celos y la inquina de una mujer casi acaba con su amistad. Andrea, la mujer, novia de Andrea, el hombre más bajo de los cuatro, le llenó a éste la cabeza con sospechas y a los otros tres de envidias con insinuaciones no materializadas y provocaciones inoportunas. Tanto creció la tensión que un día los tres habían diseñado un plan para quitársela de en medio y al amigo darle una paliza ejemplar.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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