sábado, 9 de septiembre de 2017

THE TRAP



THE TRAP


Venir verlo quisiera,

estimado hermano bribón,

y en guardia posicionarme ante las hostias que por izquierda y derecha nos caen como si fuéramos culpables.


Y desde una azotea

al débil resplandor de las chinchetas que tiemblan como trémulas estrellas

vigilar por el día el ancho campo que del enemigo nos protege.

Al caer el escalofrío de la noche, encender el sol como si fuera una antorcha hasta prender el cielo todo.

Ser el pirómano del firmamento.


Invertir el tiempo cósmico y sus leyes de justicia para tener una posibilidad en este páramo con falsas oportunidades y promesas trampa.

Hacerle un truco al destino hasta que sepa que yo también estoy aquí.

A veces muerto de sueño,

otras de aburrimiento rabia asco o ganas de venganza.

Pero siempre muerto.


Con los huesos que la picadora del olvido no me rompa,

pienso formar un ejército de fantasmas.

De exánimes con ambición y sin aspiraciones. Condenados a su suerte

qué poco importa luchar si no es por una guerra legendaria

donde enterremos a todos los que sin ser

están.


Mis siempremuertos harán justicia

y con todos los demonios arderán los cuerpos que nos roban el aire el espacio el tiempo la ilusión.

La corta vida que nos queda. Hermano bribón.


Cuando la ofensiva arrase y no queden manos que se alcen, volveremos al refugio gris del que partimos.

Sempiterno tormento de inquietudes sin sentencia.

Laberinto infinito de preguntas sin solución.

Agujero de los mayores deseos y cueva de los peores monstruos

donde cocimos esta marmita para envenenar a nuestros siete niños:


Afán

Confianza

Deseo

Esperanza

Felicidad

Optimismo

Pasión.


No habrá legado que nos recuerde.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE 










jueves, 7 de septiembre de 2017

CARROS


CARROS 





“Déjame” -dijo él mientras ella le vomitaba desde la acera un “No quiero verte” con tanta repugnancia que hasta los pájaros huyeron de la zona de protección.



Cerró la puerta del taxi con la rabia suficiente como para que el chófer le torciera la mirada.



- Lléveme donde le plazca - bufó Roger al taxista con un suspiro de renuncia.



El conductor deslizó la palanca del cambio automático hacia la posición Reverse y el coche emprendió la marcha. Atrás.



- ¿Pero qué hace? - preguntó asustado el pasajero.

- Necesita volver a algún punto de partida. Ya me dirá cuándo paro.



Roger comprendió la propuesta: era la mejor que había oído en años. Necesitaba resetear toda su existencia para darse una sexta oportunidad. Ya había desperdiciado cinco con sus falsas expectativas.



El Toyota Camry color rojo tomate maduro comenzó a recorrer la décima avenida. Para sorpresa de Roger, nadie prestó atención al hecho de que fuesen marcha atrás. Bien podía ser porque esto ya no era una novedad, se contaban por cientos los que arrepentidos demandaban el camino; bien porque estaban demasiado absortos en sus propios demonios interiores. No queda energía para tantas batallas paralelas.



El coche se cruzó con un carrito de helados en el que su propietario acumulaba libros de Stendhal y Proust. De éste último utilizaba para mejorar sus ventas con los adultos la siguiente frase: “¿Dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas? “

Y vendía helados de chocolate de tres en tres como si no hubiera un mañana.



Roger descartó esa parada como posible: demasiado densa para su frágil momento existencial.



Dos manzanas más atrás, o adelante en este proceso inverso del tiempo perdido, un carro de heno cruzó la ancha calle y colapsó el tráfico.

El taxista advirtió:



- Este no se lo recomiendo. Con frecuencia veo pasar carros de heno que vuelven como carros de combate y terminan siendo carros de fuego.

- Tiene razón. Mala opción. Acelere y sáqueme esta amenaza bélica de la vista. Estoy cansado de combatir por causas inútiles.

- Con el tiempo todas lo son. No desespere.



Pintores callejeros hacían grafitis en los escaparates de joyería tachándoles de ostentación obscena contra la clase media.

La policía se desentendía del conflicto a instancias del alcalde, cuyos orígenes latinos le concedían un plus de comprensión hacia esa realidad inocultable.



Un cantautor de metro desentrañaba piruetas con su guitarra clásica española para captar la atención de viandantes. Abandonó los pasillos subterráneos por estrés pretraumático: vaticinaba un gran accidente de tren en corto plazo y esto no le dejaba vivir.



La fila tras las ruedas de un carro de café helado rodeaba la siguiente manzana. Clientes todos a los que la reciente subida de impuestos abrasó en el crematorio del gobierno para villanos y plebe. Necesitaban apagar de algún modo las llamas de la ira.



Poco después, o adelante, un carro rebosante de mentiras aguardaba el cambio del semáforo. Pensaba cruzar con la luz roja y atropellar a todos los crédulos gritando: “Esto os pasa por confiados. Despertad. ¡Despertad!”



- ¿Quiere verlo? Preguntó el chófer a Roger.

- No, gracias. De estos ya me han atropellado unos cuántos. Prodiga.

- Querrá decir prosiga.

- Perdón, prosiga. Prosiga.



Al llegar a la catedral de San Juan el motor se detuvo sin motivo aparente.



- Vaya. Es usted ateo, ¿verdad?

- Cómo lo sabe - preguntó Roger con extrañeza.

- Ya me ha pasado otras veces. Cuando traslado a algún ateo indomable el coche se para frente a esta fachada.

- Intrigante. ¿Y qué hace?

- Entro a la catedral y me acerco al carro de las velas. Una vez ahí, enciendo un par, dejo veinte dólares en el cepillo y se solucionó la avería. Qué le parece.

- Que ya le doy yo cuarenta pavos pues mi ateísmo tiene una poderosa fe que lo sustenta. Va a necesitar muchas más velas para compensar este pecado.



Deshecho por el método habitual el entuerto de la avería fantasma, el Toyota Camry alcanzó la zona del distrito financiero.

Un carro de carbón empujado por un homeless con años de oficio les embiste por detrás. O por delante.



- Vaya. Otro expulsado del sistema tras la última reconversión.

- ¿Adónde va con ese carro? ¿Lo sabe?

- Sí, claro. Suelen colocarse frente a las puertas de algún gran banco y les tiran esas piedras negras.

- Ah. Interesante.

- No. Pero sí justo.



Pocos metros más adelante un carro de supermercado les adelantaba por la derecha rebosante de lejía y bebidas azucaradas.



- Sorprendente combinación - exclamó el pasajero.

- No se crea. A estos los llaman cócteles Sucarov. Son más letales porque llegan a más gente y matan lento. ¿Quiere probar uno? Le noto con ganas de darlo todo.

- Mejor en otra ocasión. Prodiga.

- Prosigo.

- Eso.



El carro de un lavavajillas cruzó la calle sin mirar a derecha e izquierda como aconsejan las madres a sus niños. La conclusión es que un autobús en edad escolar lo arrolló sin contemplaciones.

Vasos platos copas fuentes se hicieron añicos frente a los ojos atónitos de Roger.



- Es su oportunidad para descalzarse y dejarse la piel. Sería un mártir ante los ojos inexpertos.

- O un faquir aficionado. Mejor para otra ocasión. Hoy no tengo el cuerpo para más sangre.

- Sabia respuesta. Hay desollamientos que no valen la pena. Menos aún si la piel es propia.



Al llegar al City College un carro de linotipia con sus matrices todavía humeantes se detuvo junto al espejo retrovisor. El operador miró a Roger y en esperanto preguntó si tenía intenciones de cursar alguna carrera. La oferta era amplia y las tasas suficientemente elevadas como para resultar eficazmente disuasorias. Roger añadió que necesitaba algo más de tiempo para definirse. No veía claro cómo insertar en esos precios tan elevados el discurso de igualdad de oportunidades.



El taxista sacudió la cabeza con desaprobación, pero no pronunció palabra. Él tampoco supo a tiempo qué quería ser de mayor. Por ello lleva un book secreto en la guantera con todos sus proyectos sin desarrollar.



Algo incómodo consigo mismo dio un corto acelerón sin pensar. Por los aires lanzó un carro de bebé que cruzaba solitario la avenida. De su interior, volando entre toquillas y minisábanas de encaje, un teléfono rojo de sobremesa años cincuenta salía despedido hasta estrellarse contra la dura acera. Por ella corría la madre desesperada al rescate de los trozos y dejándose los tacones en la acera.

A falta de hijos de carne había adoptado un teléfono porque pensó que éste nunca le negaría la palabra como hacen los adolescentes intratables.

El teléfono, abandonado en el rastro desde los dos años de edad, dio timbrazos de alegría cuando oyó que esa mujer le dijo a su dueño Sí Quiero.



- Parece que me trae usted mala suerte - protestó el chófer al pasajero. Vaya pensando un destino no puedo seguir así media vida. Bastante tengo con no perder el mío.

- ¡Allí! ¡Allí! - gritó excitado Roger.

- ¿Dónde? Hay tantos allís como aquís. Defina.

- ¡Aquel carro con ruedas y perros tirando!

- ¿El musher de color blanco?

- Ese, ¡ese! ¡Lléveme con él!



Sin terminar la frase el taxista hizo dos requiebros de volante y se dirigió marcha atrás hacia el objetivo. O marcha adelante.

Sobre el musher una pequeña mujer forrada de pieles aguardaba con las correas tensas de sus perros en una mano.



- ¿Está seguro? Es una Inuit en su ruta hacia Alaska. Esta avenida es una antigua cañada real, y en ocasiones bajan al sur a pastar a sus renos.

- No me importa. Quiero marcharme bien lejos.



Excitados ambos por encontrar al fin un objetivo digno de ser perseguido, aparcó el taxista su coche apenas unos metros adelantado al carro.

La mujer hizo una señal de negación con la mano izquierda que ninguno supo descifrar. Roger pensó que era un inocente saludo al que correspondió amablemente. George, el chófer del tomate rojo maduro, interpretó el gesto como una ofensa de conductor urbano y también respondió adecuadamente:

mostrando groseramente su dedo corazón.



Pero las indicaciones de la Inuit eran otra cosa.



Un aviso de peligro porque dos segundos después un tranvía arrollaba al taxi despedazando coche y ocupantes.

El azar, en su infinita y oportuna sabiduría, puso fin a tanta incertidumbre. Y la ciudad siguió su pulso con el desinterés habitual.



Al día siguiente, en un periódico local, a pie de página izquierda central apenas una reseña en la crónica de sucesos:



Otro conductor ebrio desobedece las señales de advertencia y muere junto a su pasajero en un paso a nivel para carros.










© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

DE TODAS SUS MEDIDAS


DE TODAS SUS MEDIDAS 






Amante oficial de letras y ciencias por igual

(y de los amigos que no se atrevió a tocar y desconocidos que ni osó mirar),

sin edicto previo ni carta de recomendación

se dejó una mañana crecer el pelo gris como sus días y largo como los años vacíos.



Antes ya había abandonado obligaciones sociales y a gritos despachado tanto a jefes como mediocres cargos intermedios.

Sentía que su talento estaba siempre al margen de consideraciones especiales o demandas inteligentes.

Optó por negar el conocimiento a todos esos lerdos que de soslayo la miraban. Para pedirle consejos a cambio de nada.



Agotada con esa colección de fracasos personales y miserias ajenas, apagó el mundo plano 2D con su control remoto y se tiró a la calle sin pensar qué tractor cruzaría en ese momento por la avenida Roma.



Hubo suerte,

al volante una cabra que había renunciado echarse al monte pues hacía años que el cuerpo le pedía playa.

Entendió gracias a una revista del corazón hipertrofiado que pulgas y garrapatas no apreciaban el agua salada.



Sin pensarlo subió a su cabina de un salto.



- Hola. Pasas en mi momento apropiado. ¿Acaso posees el don de la oportunidad?

- Hola. Lo sé. Sí. Yo soy Cabra. ¿Y tú?

- Yo no, pero lo intento. Gracias por preguntar. ¿Vas a alguna parte?

- Quisiera. Pero si no llego tampoco me va a importar. Es mejor morir en el empeño que seguir rumiando.

- ¿La hierba?

- No, los sueños.

- Razón tienes, Cabra. Acelera. Quisiera conocer ese mundo que debe estar en alguna parte.

- Vas sin equipaje.

- No quiero lastres. Lo que pretendo exige compromiso total y fe ciega.

- ¿En el más allá?

- No. En mí misma. Demasiados moscardones alrededor sorbiéndome la energía.

- Creí que las pulgas sólo eran cosa nuestra.

- Hay parásitos en todas partes. Pero no hablemos más y acelera. Tengo una urgencia.

- ¿Necesitas un retrete?

- No de ese tipo. Lo que tenía que evacuar ya lo hice en medio de la plaza. A la vista de todos, no quería dejar nadie afuera y ser acusada de clasista. Mi urgencia es más vital.

- Te entiendo. ¿Te gusta conducir?

- Sólo si es un beemeuve,pero perdí el carnet por exceso de puntos. Era demasiado buena para la policía de carreteras. Les estaba dejando sin trabajo.

- Perfecto. Nos turnaremos sin parar. Cuidado no te tragues la lengua en la próxima curva.

- Me he vuelto una deslenguada. No tengas miedo con eso.



Aquel pueblo olvidado de pendejos y calamidades estuvo haciendo batidas de búsqueda durante dos meses. Cuando se inició el curso escolar contrataron a una monja como profesora suplente y cada cual volvió a sus aburridas tareas diarias. La médium que decía saber dónde estaba el pozo de los deseos donde la desaparecida se había sumergido fue despedida sin sueldo. La policía municipal siguió persiguiendo coches mal aparcados y el alcalde volvió a decorar su despacho para impulsar la economía local.

El médico rural compró un nuevo burro para sus desplazamientos urgentes, el panadero otro molino de río para aguas más tranquilas, el veterinario se aplicó una vacuna experimental y le crecieron cuernos pero nadie notó la diferencia, su mujer le abandonó definitivamente ahora que sus aventuras se habían hecho vox populi, el amante de la mujer abandonó a ésta por falta de motivación, el cura excomulgó a los tres como forma de recuperar su autoridad, el carbonero bajó de la montaña con una oferta que pocos pudieron rechazar: a partir de ese día sólo haría carbón dulce para adultos con problemas de entusiasmo, el parque de bomberos se reconvirtió en un parque infantil por falta de incendios, los chinos del supermercado renunciaron a los precios bajos e introdujeron producto local, la pescadera abrió una perfumería junto a una pediatra sin título y ambas lograron desprenderse del mal olor, la poetisa autonombrada psicoterapeuta precisó asistencia psiquiátrica para corregir su adicción al intrusismo profesional, el músico callejero cambió ésta por el coro de la iglesia y las propinas mejoraron gracias a su habilidad para generar compromiso social, el periódico regional concentró su interés en las buenas noticias y las malas desaparecieron, el turismo regresó para limpiarlo todo y el ministro de medio ambiente y energía limpia concedió la medalla de buenas prácticas al municipio y sus animales.



Millones de curvas, miles de kilómetros, cientos de noches al raso, docenas de pinchazos, varios amantes de carretera, pocos momentos aburridos y sólo un par de excesos de velocidad más tarde, la cabra y la fugada disfrutaban con entusiasmo de su primera aurora boreal. Habían llegado a Cabo Norte por equivocación: creyó la cabra leer Cabro Norte y la ilusión de un nuevo amor ciego le condujo hasta ahí.



No se arrepienten, ciegas de entusiasmo y repletas de felicidad cruzan las patas y piden dos deseos: uno por cabeza que es el mismo sin que ellas lo sepan.





No volver. No volver. No volver. No volver no volver no volver no volver no vol… no… n...












© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

ALGUNOS CAMBIOS NECESARIOS


ALGUNOS CAMBIOS NECESARIOS 





De tanto que revisé los cajones con los buenos propósitos

y rebusqué entre los baúles de los dulces recuerdos,

se han extraviado los más necesarios.

Aquellos que en realidad no eran míos que eran recuerdos robados.



Por ser de otras vidas eran mejor que los propios, límpidos fantásticos de cuanto pesar soportaron;

quedeme con el lado amable de biografías adversas:

no estaba yo para más contratiempos incómodos.



Superado el disgusto de ver que aquellas novelas

no más podían ser leídas como mías auténticas,

he optado por imaginar nuevos capítulos,

a fin de terminar una historia que en los ambientes propicios

pueda narrarse gloriosa, envidiable.

Permítaseme la contradicción: inenarrable.

Quién sabe si épica.



Inventaré si fuera necesario alguna gesta o episodio lejano; conviene marcar distancia para que no pueda ser comprobado.



Diré que hice grandes cosas y conocí personas y visité lugares y descubrí naturales tesoros en inexplorados parajes.

Afirmaré que inventé artilugios que diseñé tinglados que postulé hipótesis a su tiempo adelantadas que investigué sobre asuntos poco conocidos y rocé el éxito en la mayoría de ellos.



Que destaqué igual en la cátedra que en el deporte. Que corrí riesgos innecesarios y superé marcas por siglos imbatidas.

Que no hubo sombra que se me acercara ni episodio en el que no destacara.



Que fui un surrealista de las ideas un impresionista de los hechos un cubista de las reformas.

Que el psicoanálisis no hubiera sido posible sin mi ensayo sobre la sinrazón. Que hice el primer autotransplante de corazón partío.

La única ligadura de trompas de Eustaquio hasta la fecha y el mejor descalcificador de huesos para adolescentes tardías.



Afirmaré y nadie lo podrá negar que viajé en una sola noche de Venus a Plutón impulsado con las alas extraviadas de Ícaro.

Que en la fosa de Las Marianas abrí una escuela para peces fantasma y se me llenó de medusas autista. Que rescaté a un lobo marino poco antes de meterse en el cuento del lobo feroz. Y no hubo un solo niño que no me lo agradeció.



Que sané con psicotrópicos made in home dolencias de amor en gueisas y meretrices. Que rehíce vidas desdichadas con mi especial licor de azúcar maternal. Que dibujé rostros felices en espejos para aquejados de depresión permanente y los vendí por millones.



Que calculé con la simple ayuda de un lápiz de carpintero la fórmula magistral para remediar la falta generalizada de autoestima en pintores y poetas. Que con las cuerdas rotas de una guitarra vieja compuse la mejor canción que sobre los miserables se haya escrito. Que los artistas dejaron de ser perseguidos por originales y fueron escuchados desde iglesias hasta universidades.



Que los sintecho del mundo los sinagua de la tierra y los sindinero de las calles pactaron gracias a mí una nueva declaración de los Pobres Unidos por la que eran condenados al olvido millonarios y defensores de bolsa y mercados.

Que pusieron a gobernar a los siete enanitos y desapareció la miseria.



Que ayudar a los demás nunca más fue una limosna y se convirtió en un derecho que todos quisieron detentar y practicar. Que el amor dejó de ser algo extraordinario y se hizo moneda corriente con curso legal y libre estampación. Que la paz perdió su sentido en el diccionario por carecer de su antagonista la guerra.

Todo gracias a mi inspiración y en esto ya no existe más discusión.





Diré diré diré y cuanto sea necesario mentiré.

Todo sea y será por un presente honroso como pocos y un futuro esperanzador como ninguno.



Diré lo que quiera y tú me creerás porque,

sí lo sabes ya lo creo que lo sabes,

también necesitas que lo anterior sea cierto.







© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

BACK TO THE SCHOOL

BACK TO THE SCHOOL 






Admito que por falta de asesoramiento me hice asesor agresivo fiscal.

Vi en el título una oportunidad de investigar las vidas de los otros y cobrar por el descaro.



Luego de muchos embargos varios desahucios y algún suicidio no consultado,

opté por salir por la puerta de atrás:

se clavaban en mí como alfileres ardiendo los ojos de los condenados.

No me quedaba ya sangre para tanto arruinado y precisé una transfusión de ideas y valores.

Éstos, porque creí haberme vuelto inesperadamente un cobarde.



Medité con la ayuda de un jedi albino acerca del próximo paso. Sus consejos eran ambiguos y los razonamientos inconclusos, lo despedí por falta de concentración y ausencia de profundidad.



Precisamente por ésto, por la anhelada profundidad, busqué ayuda salada en los discursos fosforescentes de un místico marino.

No funcionó:

ardió como el fósforo a la primera pregunta difícil.



Desencantado y perdido, volví a la superficie. Había oído que en una remota isla del sur un grupo de alcatraces daba clases de terapia cognitiva por imitación.

El truco estaba en una solución salina de dudosa procedencia.

Marché de allí volando:

al menos esto sí lo aprendí.



Allende las montañas más escarpadas de las más remotas tierras de los parajes más desolados, se comentaba en íntimos círculos concéntricos que un príncipe topillo conseguía engordar la autoestima a anoréxicos purgativos grado IV como yo.

Arrastrándome sin fuerzas por el lodo y desollándome los antebrazos contra los cantos vivos de roca basáltica,

llegué dos meses más tarde estando ya al borde mismo de la muerte por catastrofismo sufista voluntario.



La corrosiva prensa local dijo que sólo era un surfista en busca de emociones débiles; mal informado por estas lenguas de sátrapas el topillo me repudió antes de conocerme.

En verdad no le culpo: basta con verme para saber que lo recomendable es evitarme.



Veintiséis millones de latidos después, tomaba clases de relajación físico-temporal con un revolucionario sistema inventado por un funcionario de aduanas.

Decía que lo había aprendido cacheando a desgraciados sin papeles. Uno de ellos, tras sufrir dos infartos vestido en calzoncillos con una porra de cuero bajo la lengua, fue su inspiración.



El muchacho falleció por sobredosis de hemoglobina pero no antes de que él captara la idea y así evitó pagarle royalties por coautoría involuntaria.



Tras éstos y otras docenas de intentos frustrados por ser otra persona,

no mejor pues eso es irrelevante sino distinta que sí es lo importante,

he vuelto al parvulario para reaprender un nuevo código de comunicación y conducta.

Iba por mal camino con ese lenguaje y lo más probable es que acabara con mis aspiraciones en una vía agónica. No diré muerta puesto que los muertos desaparecen y la vía aún seguía allí tan muda como en su última década.



He adquirido la colección completa de cuadernillos de Rubio. Formalmente revisada para desorientados volátiles como yo. Y tú.

Vuelvo a unir las letras cual si fuera una cadena con sentido de la melodía; a formar palabras con vocación de contexto; a elaborar frases para lanzarlas al viento; a construir párrafos modelo arquitecto en su peor delirio.

No quiero imaginar qué surgirá cuando aparezcan los números con sus signos exclamativos. Dice el profesor que algunos son explosivos.



No te vi ayer en clase.

Qué pasa que haces novillos tan pronto.

¿Te da miedo regresar al colegio? ¿O perdiste la necesidad de aprender algo nuevo?











© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

LOW TIDE

LOW TIDE 






Podíamos oír cómo crujían las rocas del suelo de la isla al chocar con otras rocas del fondo del océano.



Cansados de luchar contra tifones y mareas,

soltamos las amarras de aquellos treinta kilómetros cuadrados de soledad y angustia sobre fina arena negra, siguiendo las pisadas de langostas por la playa, bajo la sombra azul de las palmeras, persiguiendo rodantes cocos ladera arriba, pescando corazones de náufragos entre la espuma de la marea alta, diciendo adiós a todo y hola a nada.



Siete jornadas más tarde, un grupo de ballenas jorobadas daban saltos de alegría a nuestro paso. Dada la condición de isleños a la deriva, esta vulnerabilidad era evidente y poco podíamos hacer para evitarlo.

No suponíamos una amenaza salvo para nosotros mismos.

Tan solo, estábamos derivados. Y aún quedarían muchas millas antes de sabernos integrados.



Poco más tarde, habíamos matado tanto el tiempo que la isla estaba sembrada de cadáveres.

La situación se hizo insostenible y el hambre insoportable: comenzamos a alimentarnos de esa carroña temporal como si fuera infinita.



Al mes, ya no teníamos un minuto que llevarnos a la boca. Y las ballenas seguían escupiéndonos agua salada como duchas frías de una mañana de resaca.



Fue la otra resaca, la marina, la que nos arrastró hasta la proa aplastada de un petrolero enjaulado en su máquina del tiempo oceánico.

Y en el reloj de agua las gotas caían perezosas y lánguidas una tras otra.



- ¡Aún les queda una eternidad para llegar al continente! - dijo el capitán desde su castillo de mando con un caracol como megáfono.

- ¡Lo sabemos! - respondió el más dicharachero de nosotros con su natural altanería -. Tampoco hay prisa. Lo importante es el viaje, ya sabe. Llegar es anecdótico. - Remachó con una de sus habituales greguerías.

- Como quieran. Pero sepan que hacía el este es la ruta más corta. Les interesa ir hacia el sur, entonces. Hay el doble de millas náuticas hasta ver una playa. Aunque no será como la suya.

- Gracias, amable grumete. Lo tendremos en cuenta.



Al capitán del petrolero no le gustó la degradación de su cargo. Con dos timonazos bruscos formó un oleaje que sacudió la isla hasta casi el punto del naufragio.

No estuvo mal, gracias a ello conocimos el significado de una perturbación inesperada en la lámina de agua.

Y nos quedamos a gusto.



Seis mil millas marinas más tarde, arribábamos a un desconocido campo blanco con osos de peluche persiguiendo sueños infantiles en un silencio inmaculado. El cielo era perfecto y cada pocos metros había puestos de algodón de azúcar, blanca.



Habíamos encontrado el lugar donde todo es posible y esto nos hizo tan felices que por primera vez en meses dejamos de jorobar a nuestras vecinas jorobadas.



Pero había un requisito que no todos pudieron superar:

desprenderse de la piel de adultos rancios para renacer en el cuerpo de un niño ilusionado.



Hoy sólo quedamos cuatro supervivientes que siguen creyendo que todo es posible.

Y tan contentos.










© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

HÍGADOS






HÍGADOS






Veinticinco años de no conocer otra cosa que el estudio

abandonaste los libros para escapar de la pesadilla de los exámenes.



Otros veinticinco más de trabajos forzados sin descanso

has aprendido que la verdadera pesadilla es el trabajo.



Hoy buscas a la quebrada edad de tanto y tantos

un remedio anteromortem a ese inmenso vacío que te ha dejado no ser otra cosa que repetición año tras año.

Como si alguna minucia de lo que en ese tiempo hiciste

reseña mereciese en algún canto de periódico.



Bien rehogados con el aliño agrio de la decepción,

los hígados te fríes hoy en una sartén.

Te iban a reventar de tanta bilis concentrada.



Pero no desesperes, cariño tuyo,

pues aún te quedan muchas vísceras por extraerte.

Por un tiempo, hambre no pasarás.












© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

GANSTA SOUL



GANSTA SOUL






Aquella negra caderuga se comía el micrófono con su boca de cielo y al público con su culo de infierno cada noche en el Oliver’s.



El garito más chic para la gente más cool de todos los snobs que vivían como podían y aparentaban como ricos en el barrio más Up del Uptown más exquisito de todas las ciudades exclusivas del país.

Por el día.



Porque al prenderse las luces por los barrios

el animalario mutaba y los santos que a la mañana compraban pan de alpiste,

a la noche vendían polvo blanco y carne de fulana blanca encomendados a la virgen blanca con la pólvora más negra en el cepillo;

por si hubiera que redimir corazones resentidos o almas lastradas de remordimiento con necesidad de contarlo todo al primero que preguntara.

Policía con ganas de hacer carrera rápida,

o periodista por lo mismo, mayormente.



Pero la negra de boca de miedo cantaba siempre ajena a esta forma de resistir en el mundo y el público inmerso en su batalla diaria lo agradecía:

en la tregua del Oliver’s les daba tiempo a quitarse la sangre de las manos con las blancas servilletas de la cena.



Así había sido durante los últimos seis años,

y la banda de músicos de noche ladrones de día que le acompañaba mejoraba en cada show.

El último, a pleno sol, fue todo un éxito de crítica y público.



La prensa especializada en chismes y diretes elevó su actuación a la categoría de gesta.

El público, al conocer la noticia se entusiasmó y rebosantes de esperanza acudieron esa noche al Oliver’s para disfrutar en directo y persona de sus vengadores.



Cuando la negra de boca espectáculo terminó su canción y quiso presentar a la banda, los espectadores en masa saltaron al escenario como pulgas.

Querían conocer personalmente a sus héroes, darse un apretón de manos un abrazo un restregón incluso.



Para inmediatamente después reclamar su parte del botín del show de la mañana:

el mediático golpe maestro al Banco Del Tesoro.

La banda no dejó un solo lingote ni siquiera la tinta de los bolígrafos o la ceniza de los puros del presidente en la papelera.

Como despedida, clavaron con tres chinchetas de plomo un mensaje en la puerta del edificio:



“Esta noche doble sesión en Oliver’s. Repartiremos bocaditos de pan de oro entre los asistentes y las calles volverán a ser nuestras.”










© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

CANCIONES DE CUNA



CANCIONES DE CUNA






Corría el año oscuro de mil y cientos de fantasmas en aquella aldea sin nombre ni futuro.

Sembrada de lápidas sin rostro y paganos agujeros en la tierra con anónimos cuerpos enroscados.



Por el día las calles olían a estiércol de caballo, cerdo o vaca según la cuadra más cercana.

Para los pobres ovejas y cabras.

Los últimos miserables que no alcanzaban para una gallina o un conejo disimulaban el hambre con asados de ratas y alimañas.



Los niños jugaban a la guerra con espadas de madera; las madres parían nuevas criaturas para llenar el vacío de los hijos muertos; los padres jugaban a perder la vida con espadas de acero en lejanas o cercanas tierras de reyes codiciosos.



Por la noche, entre sobrecogedores aullidos de lobos e infinitos miedos, los chirridos metálicos de jaulas colgando de los árboles oscilaban con el viento;

susurrando la más siniestra de todas las nanas que jamás haya mecido cuna alguna.



Eran tiempos de dominio y sumisión, de abusos, traiciones, delaciones y venganzas.

Y cuando no amenazaba el noble con un destierro o usurpación de bienes y esposas,

aterraba la iglesia con excomuniones o juicios de pena capital.

Inquisitorios los unos y los otros, culpando de todas sus desdichas al infeliz villano,

mandábanlo matar por carecer de apellido y riquezas que le compraran un asomo de justicia.

Alguien innoble debía pagar por todos los pecados. Mejor aún cuando eran los ajenos.



Con cada nueva sentencia un nuevo encargo al herrero más cercano:

otra jaula donde encerrar y colgar hasta morir de sed calor o frío al condenado.

A medida como un traje de etiqueta y con firma del artista del fuego y yunque.

Los más sádicos, introducían variantes ad hoc para que el usuario soportara el mayor de los tormentos.



Los chirridos metálicos de jaulas que colgando de los árboles oscilaban con el viento,

llenaban las noches de un espanto que se metía por las puertas y ventanas de las casas.



Esta era la canción de cuna de todos esos niños que nacieron miserables

vivieron apestados

se criaron como perros asustados.



Por el día, esos niños descubrían que la nana era cantada por los muertos que en sus jaulas de hierro aguardaban la muerte

y que otros pasado ya este trámite

se pudrían picoteados por ojos de rencor y por los cuervos,

cubiertos de moscas e insultos, devorados por el odio y los gusanos.



Era el año oscuro de mil y cientos de fantasmas en aquella aldea sin nombre ni futuro.

Con mil razones para huir

un negro pasado para escapar

un presente bajo el yugo del miedo al fuego eterno.













© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

ASALTO



ASALTO





Asaltamos aquella mansión de asquerosos ricos porque se nos cruzó por la sesera que ese podría ser un buen atajo para brincar al otro lado:

el fino lugar de privilegios y placeres donde la vida parece más fácil y la hierba siempre está más verde.



Teníamos a los residentes maniatados lloriqueando en el suelo como nenazas, al perro muerto de una puñalada en el jardín, a la asistenta con convulsiones de pánico, a los peces con estertores fuera del agua, a los cactus deshidratándose por el estrés y a la caja fuerte reventada en mitad de la pared.

Así que el atraco iba bien.



Hasta que un teléfono sonó en el dormitorio principal.



El cerebro del grupo más inteligente que ninguno,

saltó como una liebre escaleras arriba y encontró el aparato bajo la almohada.



Un mensaje de número emboscado en el anonimato aparecía en la pantalla del Ayfon con un privado.



El cerebro del grupo y jefe dudó unos segundos que fueron horribles. Con ese timbre ridículo sonando por toda la casa y nosotros temiendo como siempre en estos casos lo peor de lo peor.



La esposa y dueña del celular suplicó que no descolgara.

Razón por la cual el genio de la operación tomó la decisión contraria:

imaginaba algún oscuro secreto o tal vez una oportunidad de redondear la operación con un chantaje o por qué no otro secuestro.



La voz de una teleoperadora empalagosa con acento extranjero y espesa dicción

preguntó desde el otro extremo con insistencia de comisión si habían pensado ya en su oferta de cambiar de compañía energética.



El jefe faro de civilizaciones explotó con un rotundo y estruendoso no que rebotó por toda la casa y nos heló la patata de estremecimiento.



Después se tiró por la ventana.



El impacto contra la acera quebró su cráneo como un coco bajo una prensa.

El ruido del impacto dejó a todos impactados y el golpe pasó de ser un buen golpe a otro desastre.



- Se lo advertí - añadió la mujer con un gesto de satisfacción a la par que aflojaba sus ataduras con pasmosa facilidad -. Llevan así toda la semana. Y varias veces al día.



Los compañeros aún no se lo creen cuando repito esta historia a petición popular en el patio de la cárcel.

Por eso, porque me toman por cuentista, siempre saco unas monedas.

Es mi forma fragmentada de hacer rentable aquel fracaso de golpe y creer que después de todo aún sirvo para algo.



Quién sabe, si gestiono bien mis ganancias puede que al final logre yo también pasar al otro lado, al bello lugar donde las vacas dan más leche y las manzanas son más gordas,

y por méritos propios








© CHRISTOPHE CARO ALCALDE