jueves, 30 de agosto de 2012

AQUÍ NO HAY CRISIS



AQUÍ NO HAY CRISIS


Que no, que todo es mentira. Una patraña de estos zorros.
Alimañas.
Aquí no hay crisis de valores.
¿Qué hace falta si no para subsistir cada día?
Tampoco de identidad.
¿No han nacido por doquier entidades sin ánimo de lucro?
Y con vocación de hundimiento despilfarro y fracaso.
Entidades enormes como su deuda. Como ciudades.
De la cultura: por allá. Por el norte lejano y lluvioso,
puerta siempre abierta de tormentas,
¡qué costumbre de no cerrar hay que joderse!
En el oriente cercano una ciudad de ciencias.
¡Ciencia! Extraño anatema para un país de católicos.
Aquí no hay más ciencia que la religión a conciencia.

Ciudad del cine: apropiada metáfora para este país
de cómicos y esperpentos.
De películas y cuentos. De indios y vaqueros.
De policías sin ganas ni medios y ladrones sobrados:
de oportunidades y amigos con remedios.

Ciudad del ocio, de estas hay varias muchas nunca demasiadas.
Si vamos a vivir como ociosos sin oficio ni beneficio,
principalmente esto último,
puede que cuantas más haya mejor.
Para tener donde escondernos.

Ciudad de aeropuertos desiertos y trenes en vía… muerta.
Ciudad por tanto de muertos.

Ciudad de las artes escénicas las bellezas plásticas
las letras cáusticas las sonrisas etílicas las miradas vacías.
Ciudad de vacío que es peor que estar muertos.

Hoy nos sobran ciudades igual que nos faltan capitales. No de provincia.
Aquí también hay exceso, no hay crisis por tanto.
¿Por tanto ha salido este cuento? Me no lo quedo, no me espanto.

No hay crisis de familia:
¡qué mentira más gorda si tenemos una prima nueva!
Cotizando al alza, de altos vuelos.
Aficionada al parapente y al vuelo, sin motor.
Fue nuestra prima de riesgo. Extremo.

No hay crisis económica ni falta de dinero:
basta con piar la banca que corre a alimentarla el gobierno.
Con nuestro dinero. ¿Era nuestro, quién lo dijo?

Aquí no hay crisis de democracia, ni de falta de libertades.
¿No has votado? ¡Pues ahí tienes tu democracia, desgraciado!
¿No rabias cuanto quieres? ¡Pues ahí tienes tu libertad!
¡Pedigüeño majadero!

La crisis es un cuento de la izquierda comunista, o socialista,
o marxista o lo que sea.
Si no es la diestra es la siniestra, algo esto significa.
Tampoco hay crisis de confianza:
nos sobró y por eso estamos donde estamos.

Ni crisis de alimentos:
¿a qué esperáis para unos a otros comeros?
¡Ya estáis tardando en remediarlo! ¡A bocados!

Menos aún hay crisis energética:
Vuelvo al principio.
¿Cuánto de ésta no hace falta
para sobrevivir a la guerra diaria sin descanso
y no morir en el intento?


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PECADOS



PECADOS


Mira que por pereza se dejan de hacer cosas. O se hacen por omisión
lo cual viene a ser igual. O peor.
Anyway, siempre hay un tercero que se jode.
Que no era perezoso, que era muy vital.
Le dio igual, el perezoso la perezosa le jodió. O no jodió según el caso.
Que según el caso lo procedente era joder y no ocurrió.

No me sorprende que creando este tipo de conflictos,
sea la pereza un pecado capital.
Si de mí dependiera,
con aplicación retroactiva a todos esos perezosos
que cruzaron mi vida para fastidiarla.

El puente que se hundió por negligencia:
una forma de pereza intelectual muy común y conocida.
Donde me partí las piernas.

La bombona que explotó por abandono:
la desidia es una pereza siempre activa. Por inactiva.
Me arrancó los ojos.

La dejadez de aquel capataz fofo y gordinflón,
que no vigiló la reforma en la terraza:
cayó cuando yo pasaba por debajo. Me abrió la cabeza.
Me mandó al otro barrio.
A nadie se culpó fue cosa del destino.
Eso de estar en el peor sitio cuando el momento no es propicio.

Me quitó de en medio. Ahora no doy guerra.
No me quejo de la mierda esta de pereza.
Al final todos contentos.

Menos yo.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

JUEGO DE LA SILLA



JUEGO DE LA SILLA


Tengo que sentar prioridades. Definirme.
Tomar decisiones. Algunas importantes.
Otras, no sirven ni para sentarte.

Debo sentar la cabeza. He comprado una silla al efecto.
El equipamiento, es muy importante.
Dejando la cabeza en la silla, para sentarla junto a mis prioridades,
tengo libertad.
De movimientos.
Yo me muevo ella me observa. Yo actúo ella me deja.

Contaré hasta tres, o tres mil antes de dar el gran salto:
el de sentar prioridades definirme sentar la cabeza moverme.
Teniéndolo todo calculado, de a tres mil veces la cuenta,
quizás aterrice de pie. De mi salto.
Para variar.
Hasta ahora siempre caí de cabeza. No veas tú lo que duele,
darse una hostia tras otra. No teniendo con qué repararse.

Puedo suavizar el próximo golpe. Contra el suelo,
contra el marco de la puerta contra el banco de piedra: ¡Esto es un atraco!
¡Aquí nadie se mueve!
Son de piedra.
Ellos atracan no al revés. Está mal visto y perseguido.

Debo poner el vendaje antes de hacerme la herida. Duele menos.
Encolar las patas, de la silla, antes de saltar sobre ella. Y romperlas.
Cerrar los ojos de la cabeza sentada: yo tropiezo ella no sufre.

He de resolver conflictos que no puedo.
Afrontar problemas que me van grandes.
Dominar situaciones para las que no estoy preparado.
Y he de hacerlo solo. Aquí, para no variar.
Si me ayudaron fue por interés. Cuando me interesó que lo hicieran,
no fue.

Me pregunto hasta cuándo va a durar esto.
Me respondo no seas imbécil ya lo sabes hasta siempre.

He de hacer tantas cosas inútiles, por obligación costumbre o supervivencia.
Y estoy tan cansado. De todo.
Y tan harto.

Unas se resuelven con tiempo, no lo tengo.
Otras con dinero, no me queda.
Las que ni uno ni otro, con mucho dinero.
De esto menos.

Estoy cansado y harto y atrapado, lo peor,
en la telaraña diaria de subsistir.
Que no es otra cosa que retorcerse viendo acercarse a la araña.

Estoy, donde no quiero estar.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

TODOS CAZADORES




TODOS CAZADORES


Hola pasen adelante. ¿Dónde hay que firmar?
Lo sentimos es la ley. Nosotros, nada más que el mensajero.
No no lo sienten no me engañen.

Mensajero que es parte del engranaje de la máquina picacarne:
carne con ojos que late pero no vive.
Carne humana carne muerta puesta en pie atada al poste:
¡Fuego a la de tres!

La orden judicial dice firme aquí.
¿Aquí?
Sí. Donde pone sentencia de muerte.
De acuerdo ya está hecho aquí las llaves mi casa es su casa
quédense el tiempo que quieran. Yo ya me iba.
No olvide dejarnos su corazón y su alma antes de salir.
¿Estos?
Precisamente.
Aquí los dejo donde voy ya no hacen falta.
¿Y dónde es?
Al infierno. ¿No lo conocen? Está aquí al lado es la calle.
Gracias vaya con dios.
No las merece. Tampoco dios, fuera no está. El diablo sí,
afuera y aquí.

¿Compró usted la casa en aquellos maravillosos años?
Así fue. Sólo quería vivir. Para mí no fueron maravillosos.

¿Cuándo dejó de pagar?
Seis meses más tarde de que no me pagaran a mí.
No se lamente que su caso es uno más.
No lo hago, llevo en este bolso la paz.

¿Cómo es eso, nos dirá?
Esta paz es recortada, sin novedad como ven. Dos cartuchos
uno para cada uno. No quisiera envidias en mi casa que es su casa.
¿No hay preguntas?

Fuego a la de ya.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

miércoles, 29 de agosto de 2012

POR ORDEN JUDICIAL (relato corto)




POR ORDEN JUDICIAL

Octavio iba a firmar aquel documento momentos antes de que la madre de todas las dudas, la conciencia, le atravesara el pensamiento igual que un tiro de gracia: definitivo.
En el suelo un bolso verde de viaje. A diferencia de otros casos en momentos de tensión extrema, no le pasó la vida entera antes sus ojos, pero sí los últimos 4 años 20 meses 9 semanas y 10 días. Era un comienzo, y un final. Arrancando en el mismo instante en que escribió su número de teléfono en una servilleta de la cafetería El Acantilado donde últimamente desayunaba. Por fin parecía tener la suerte de cara, se dijo aquel día en que Elodie, la camarera pelirroja sonriente y guapa además de otras bondades evidentes, accedió a intercambiarse ambos números de teléfono.
Octavio el menor de ocho hermanos, de ahí el nombre, nunca lo tuvo fácil. Su madre murió a los cinco meses, edad de él no de la madre, y en las espaldas de un conductor de autobús comarcal, comarcal la línea rural el chófer, recayó la responsabilidad de criarlos a todos. Todos chicos. Suerte que los dos mayores pronto empezaron a trabajar en la misma empresa de autobuses y esto mejoraba algo la situación económica.
No lo suficiente.
Su padre tiró la toalla tirando el autobús lleno de pasajeros y a él mismo por un barranco: 48 muertos más los polizontes no declarados. Como represalia social, la sociedad no puede vivir sin castigar culpables o inocentes, los hermanos fueron dispersados por casas de acogida y a él lo internaron en un colegio seminario. Se hizo mayor demasiado pronto.
A Octavio el colegio de los curas le fue bien y mal. Bien porque reforzó su disciplina, si esto era posible, más porque el aislamiento robó su adolescencia y parte de la juventud. Recuperó la libertad saltando un día por la ventana de su celda dormitorio en un tercer piso tras una agria disputa con un cura obsesionado por las damas.
El juego de damas al que Octavio le vencía siempre. No podía aceptar aquel cura que Octavio sin haber conocido dama, de las de verdad, fuera un experto en la materia. La materia del juego.
Ocho meses de juerga borracheras y varias bofetadas más tarde, de mujercillas haciéndose pasar por damas, puso freno a aquella recuperación acelerada del tiempo perdido. Y empezó a trabajar.
Sus estudios de teología le enseñaron que la voluntad del hombre es una cuestión de fe. Lo aplicó a rajatabla como dinamitador oficial en una empresa de construcción, sólo obra pública. Cuando el proyecto de carretera tropezaba con un muro de roca, Octavio echaba mano de su férrea voluntad y la volaba a la voz de ¡Ya!, perforándola con dinamita. El último trozo de roca hecha piedras y polvo fue a caer sobre el tejado de una cafetería de playa: El Acantilado.
Allí tuvo que ir Octavio obligado por su jefe a pedir excusas y ofrecerse en lo que fuera menester a modo de compensación. Tal sumisión hizo gracia a la camarera pelirroja, que sólo amaba la cafetería por las propinas, y surgió eso que llaman bonita amistad. De ahí al número de teléfono pasaron dos semanas, y ningún bofetón. Esta vez sí, la suerte y no las tortas, de cara.
10 meses 20 películas 60 descubrimientos 83 cenas y 267 polvos satisfactorios más tarde se casaron. No por la iglesia, la pelirroja era protestante protesta, protestaba incluso de ser protestante, y Octavio ya había superado el protocolario plazo de espera al dios del permanente retraso.
La boda sencilla los amigos pocos la familia menos. La suya dispersada, la de ella no se sabe que no lo cuenta.
Un año pagando alquileres les pareció aportación suficiente al bolsillo del casero. Las propinas habían aumentado desde que Octavio terminó la nueva carretera, la empresa de Octavio; acceso impecable a la playa para vecinos y turistas despistados. Todo comodidad ningún respeto al medio ambiente: eran otros tiempos; como hoy pero antes. A Octavio sus buenos oficios con el encendedor y la mecha rápida le proporcionaron un gran ascenso acompañado de una pequeña mejora de sueldo. ¿Lo compramos? ¡Lo compramos! Se dijeron el uno al otro frente a la valla publicitaria: “VISITE NUESTRO PILOTO”.
Descubrieron ese día que el piloto no era un hombre ni una luz roja en estado de emergencia, era un piso de 58 m2. Pequeño, pero la falta de espacio lo compensaba generosamente su precio de mansión. Era lo que había, tómalo o sigue con el alquiler. Además había dicho el señor ministro que ese era un país de ricos. De repente la especulación urbanística había enriquecido a la población y ellos sin enterarse.
Con algo de esfuerzo, sería un lugar para vivir siendo felices. O al revés, ser felices y vivir; el orden, el orden sí altera el resultado. Él rompió su cerdito de barro para ocasiones especiales, ella su lata decorada para ahorros extraordinarios, vaciaron los bolsillos y juntaron cien monedas de plata. Para llenar el cofre con monedas de oro acudieron a la gruta de los piratas. Por allí, en el acantilado.
Puertas abiertas alfombra roja todo sonrisas falsas facilidades. Un banco cualquiera les dio las monedas que faltaban, más otra bolsa para imprevistos. Así, medio escondida como contrabando. ¡La mar está llena de piratas! –les dijo el director con sonrisa de Pedro Navaja y parche de bucanero.
A cambio del cofre, del cofre de oro, recibieron tres llaves y una hoja de reclamaciones dirigida al maestro armero. Pero en el cofre no sólo oro, también sus vidas con una cadena.
Con la bolsa de los imprevistos pagaron impuestos licencias y contratos de suministro. Nada sobró, razón tenía el director. ¡La mar, llena de piratas! Les atracaron en cada oficina. Pero la voluntad de ser feliz es más fuerte que la recompensa: siguieron intentándolo.
Él seguía volando rocas, cada vez más grandes cada vez más riesgo. Un poquito más de dinero, cada mes.
Ella sonriendo a madres envidiosas de su buena silueta, a solteras envidiosas de su buen marido, a maridos envidiosos de no ser su marido, a solteros perdidos a solteras aburridas a viejos más muertos que vivos. A niñas petardo a niños insoportables. Petardos casi más grandes que los reventados por su marido. El bueno formal trabajador ejemplar. Amante incansable.
Tres años pasaron para comprar la última lámpara de techo. Sin vacaciones sin lujos innecesarios ni derroches, amueblaron la casa. A veces la felicidad viene en una caja de cartón, tiene forma de lámpara, se coloca en el techo e ilumina la habitación sin ser encendida. Por esto lo llaman felicidad, a lo otro, electricidad. En común tienen ambas que hay que pagar.
También por la casa: 36 mensualidades, 1000 días devolviendo monedas al banco de los cincuenta ladrones: dos por cada una prestada. Tres años yendo al trabajo, él en un todoterreno de empresa. Ella en Alfa de segunda mano. Bello y barato. Él por caminos de tierra, de piedras voladas y no: ella por la carretera de playa impecable. ¿Te gusta conducir?
Algo así debía ir pensando aquel conductor bemeuvista serie 3M cuando le embistió por detrás. Volaron ella y su Alfa por el acantilado mientras la radio del coche cantaba “Life is chance, life is a change”. Un estribillo apropiado. Octavio perdió toda esperanza cuando al décimo día de búsqueda encontraron el Alfa. Y la pelirroja en su interior arrugada, pero con una inesperada sonrisa. ¿Quizás murió feliz?
Seis meses después llegó la primera carta del banco sintiéndolo mucho apremio de embargo gracias por su confianza siempre fuimos su banco. ¡Piratas! –escupió Octavio en el papel con firma digital-. ¡La vida está llena de piratas!
Y él sólo no podía pagarlos a todos. Menos cuando la obra pública echó el freno, para ayudar a los bancos, y su empresa el cierre. Sin nadie a quien recurrir, la felicidad definitivamente había volado. Por los aires. 4 meses más tarde tenía enfrente a dos cuervos en legal representación de la manada de carroñeros: buitres quebrantahuesos y cuervos. Bancos justicia y gobierno. ¡Qué rápido es todo cuando se desmorona! –pensó.

Octavio iba a firmar aquel documento momentos antes de que la madre de todas las dudas, la conciencia, le atravesara el pensamiento igual que un tiro de gracia: definitivo.
En el suelo un bolso verde de viaje. A diferencia de otros casos en momentos de tensión extrema, no le pasó la vida entera antes sus ojos, pero sí los últimos 4 años 20 meses 9 semanas y 10 días.
El documento no era otro que le desahucio de su casa a favor del banco. ¡De aquellos piratas estos abordajes! –se dijo recuperando la gravedad filosófica de sus años de monasterio. La suerte unas veces viene de cara, otras te hostia la cara. Pero Octavio ya había recibido demasiadas a lo largo de su vida. Pensó que era el momento de ser justo, y devolverlas.
Dos semanas antes de que llegaran los cuervos apoyados por un ejército de carabineros se había hecho con un arsenal de cartuchos de dinamita y fuegos artificiales. ¡Para una barbacoa! –le dijo a su amigo de la tienda de explosivos donde se suministraba en tiempos de trabajo. Con todo aquel material había perforado el piso de ricos antes empobrecidos ahora: todos debéis hacer un esfuerzo estaba por encima de vuestras posibilidades, corrige el nuevo ministro al ministro anterior.
-¡Pero no ha recogido sus cosas! –exclamó el cuervo más alto.
-El banco sólo demanda la casa, no sus pertenencias –añadió el cuervo bajo.
Octavio iba a decirle que los piratas querían la casa y su vida entera de esclavo, pero lo cambió por:
-En la bolsa llevo lo que necesito. Don de voy el resto sobra.
-Usted sabrá –respondió el cuervo alto con la seguridad del obediente.
Octavio les devolvió el documento sin firmar, y dijo:
-Esperen un momento, tengo en este bolso mi última oferta.
-¡No caballero! ¡Ya no se puede! ¡El tiempo para negociar ya pasó, perdió su casa!
-Sí, sí puedo, esperen un segundo y verán cómo tengo razón.
Octavio se agachó y abrió la cremallera. Dentro del bolso una servilleta de papel con un número de teléfono, tres llaves, un emblema de Alfa, y un telemando.
-Mi última oferta –dijo antes de pulsar el botón rojo. Un piloto rojo.
Los cartuchos de dinamita estratégicamente colocados explosionaron según el orden diseñado por Octavio para que todo el edificio se viniera abajo. Al mismo tiempo, trozos de pared, de cristales, de ladrillos, salían despedidos hacia el exterior como metralla, alcanzando a los carabineros que no habían sido atrapados por la explosión. Sin tiempo de reaccionar, tan confiados estaban los cincuenta que acudieron para entregar una orden de desahucio a un desgraciado.
Coches patrulla, árboles, coches aparcados, todo quedó bajo la inmensa nube de polvo y escombros; productos colaterales de una voladura inteligente. Entre el denso humo, una secuencia perfecta de fuegos artificiales elevándose en el cielo. Azules, ocres, amarillos, verdes, púrpura, rojos. Lluvia de color propia del gran espectáculo de acoso y derribo al que los grandes carroñeros habían sometido a Octavio. Tras años de experiencia, él les ofreció su mejor obra.

Cuando cesó el concierto pirotécnico, la nube marchó con el viento y volvió el silencio. En medio de aquel campo de batalla, de un David enfurecido contra un Goliat desmedido, un sencillo gorrión fue a posarse sobre la montaña de cascotes. Piando, quedó mirando el nuevo escenario.
Quizás pensara anidar en él.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

SALVAJE OESTE (relato corto)



SALVAJE OESTE

-¡Mientes! ¡Que me digas dónde está Meredith o de esta no sales! –gritó furioso Smith.
-Podéis pegarme todo lo que querías. Ya os he dicho que no lo sé –respondió el moribundo.
-¡Mientes! ¡Te voy a liquidar como no me digas la verdad!
-Ayer por la mañana robó mi mejor caballo y se marchó cabalgando. Sólo dejó una nube de polvo y una nube de pena en mi corazón.
-Este imbécil nos está tomando el pelo, jodido poeta. Pégalo un tiro y vámonos –añadió Wesson, cansado después de tres días dándole golpes a ese desgraciado que vivía en una cabaña en mitad la nada.
Smith
-Siempre me toca a mí el trabajo sucio. Pues ya estoy harto. Pégaselo tú.
Wesson
-¿Yo?, ¿yo? Sabes que no puedo. Me dan miedo las armas.
-¿Pues entonces para qué llevas colgando del cinturón un Magnum 45? ¿Para contrapeso?
-Sabes que yo tengo mala puntería con este Padison.
Moribundo
-Parkinson. Se dice Parkinson. Enfermedad neurodegenerativa incurable caracterizada por…
Wesson
-¡Tú te callas! ¡Jodido listillo! ¡Pégale un tiro Smith, no lo soporto más! ¡Y larguémonos de aquí!
Moribundo
-Sí por favor. Dadme muerte rápida. No quiero la vida si no la tengo.
Smith
-¡Poeta tarado! ¡Si no la tienes no la puedes querer!
Wesson
-¿Ves? Te lo dije. Se está riendo de nosotros. ¿Crees que somos estúpidos jodido imbécil? ¡Pégale un tiro ya!
Moribundo
-Me refiero a Meredith. Si no la tengo a ella tampoco quiero la vida.
Smith
-¡Pues haber empezado por ahí!

El eco de un disparo rebotó por el valle desértico durante horas. Después volvió el silencio.
Smith y Wesson seguían la pista de Meredith desde hacía un año, cuando los tres dieron su último golpe en un banco de Arizona. Fue un atraco limpio. Sólo tres muertos limpios.
El director era un fijo. Smith mataba al director por principios, no soportaba las diferencias sociales en función del trabajo desempeñado. El de ellos, atracar bancos, era tan digno como dirigirlos. Todos formaban parte del mismo engranaje. Y atracar o dirigir eran dos caras de la misma moneda. Tan solo que la segunda era legal.
Por esto los mataba. Y porque ningún director hasta la fecha podía disimular su mirada altiva y de desprecio al oír manos arriba. Ningún director levantaba las manos, para eso era el director. Por ahí venía el tiro de gracia.
La segunda muerte en Arizona fue una joven hermosa, bien vestida y de marcadas curvas. Un metro ochenta con tacones que Meredith miró con envidia desde su metro cincuenta y ocho con botas de vaquero. Sudada de cabalgar y sucia de polvo, al ver a aquella joven elegante que seguro tenía veinte pretendientes esperándola en la puerta, la autoestima se le vino abajo. Para crecerse le metió una bala entre las tetas. -Deja algo para las demás –le dijo estando la muerta ya en el suelo.
Al tercer fiambre lo liquidó Wesson, y fue una sorpresa para todos. Incluidos Smith y Meredith que nunca le habían visto disparar. Pero a Wesson el fraude de una monja disfrazada de fulana le pareció intolerable. ¿Qué diablos hacía una monja en aquel banco? Había tres cosas que no soportaba: la música MP3, el burrito catalán y las incongruencias. La monja fulana era una de ellas. O tal vez no: la duda le vino semanas después galopando por el desierto de Arizona tras las huellas de Meredith.
Ella les había traicionado al salir del banco: se tragó el botín. El lote entero sin que pudieran evitarlo. Puede que tampoco quisieran, les daba asco. El atraco había sido a un banco de semen. El primero en su carrera profesional. Desde que formaron la banda sólo habían hecho bancos de alimentos. Renunciaban al dinero y al oro, encargos mejor pagados pero los tres eran combatientes activos contra el capitalismo salvaje. La atestiguaba una pegatina que ponían en la frente de los directores muertos a modo de firma de la casa y declaración de principios. Corría el año 1869 cuando se conocieron siendo miembros de las juventudes comunistas. Los tres decidieron que iba siendo hora de actuar más y hablar menos. Por eso aquella traición dolió especialmente. No pararían hasta dar con Meredith.

Meredith había entrado en el salón marcando espuela. Quiso que todos, hombres en su mayoría excepto tres fulanas buscando trabajo, se fijaran en ella.
Meredith
-Un güisqui, camarero.
El vaso de cristal golpeó la vieja barra de madera como un martillo.
-¡No guardes la botella!
El camarero dejó tres cuartos de Jack Daniel´s color azul junto al vaso martillo. Rápida, Meredith desenfundó su Colt SAA 1873 comprado por catálogo a un fabricante de imitaciones chino, baja calidad gran impacto, y le puso el cañón entre los ojos. -¿No olvidas algo? Asustado y con los brazos en alto, el camarero respondió tartamudeando:
-No no no me ma mate. Ya lo han he he hecho tres ve ve veces esta semana y no no no gano para entierros. Es es este es un negocio mo mo modesto.
-Pues ya puedes ir poniendo en marcha tu sesera de maquinista si no quieres que hoy sea el cuarto.
-No no no la entiendo se señora.
-¿Señora? ¿Qué te hace pensar que soy una señora? ¿Insinúas que soy idiota? ¡No estuve luchando en las juventudes comunistas para ser la señora de nadie! ¡Imbécil!
-Pe pe perdón se se seño…
-¡Vuelve a llamarme señora y te reviento desgraciado!
-Se se seño ño rita.
-Eso está mejor. Sigamos. ¿Qué habías olvidado decirme?
-No no no sé se se señorita.
-¿Qué se le dice a una dama cuando se le sirve un trago?
-Las las las damas de de de por aquí no be be beben güisqui se seño rita.
-¿Entonces yo que soy? ¿Una zorra? ¿Ahora me llamas zorra?
-No no no se se señorita.
-Mira que me lo estás poniendo fácil, hace tres días que no huelo a pólvora. ¡Y soy una yonqui de la pólvora! ¡Necesito un chute de pólvora y quiero disparar!
-No no no me me mate.
-¡Pues repite conmigo, imbécil!
-Im im im be be
-¡Eso no imbécil! ¿Pero de dónde ha salido este gilipollas?
-De de de Wis con consin se señori…
-¡Eso tampoco idiota! ¡Cállate! ¡Cállate o te mato ahora mismo! A ver… Empieza por P, piensa.
-Pu pu pu
-¿Puta? ¿Ahora me escupes puta a la cara? ¿Te crees que todas las mujeres que entran aquí son unas putas?
-A a así es se seño rita.
-¿Qué? ¡Lo mato! ¡A este lo mato!
-¡No no no me ma mate! Pe pero aquí so so sólo entran fu fu fulanas buscando tra tra trabajo.
-Otra vez… Repite conmigo… Pre.
-Pre pre pre.
-Cio.
-Cio cio cio.
-Sa.
-Sa s asa.
-¡Dilo!
-Di di di.
-¡Eso no gilipollas! ¡Preciosa! ¡Aquí tiene su güisqui preciosa! ¡Eso se le dice a una dama como yo! ¡Auiero oírlo!
-¡Eh, tú! Estamos viéndote las chicas y no nos gusta lo que oímos. Deja en paz a nuestro Johnny o te las verás con nosotras. ¿Acaso te crees mejor porque lleves un arma y vistas como un vaquero?
Meredith miró a la fulana que le hablaba desde el centro del salón. Todas en pie, se habían agrupado para hacer un frente común defensivo. El resto de clientes sentados en silencio observaba el duelo. Empujó a Johnny que tropezó y cayó al suelo haciendo gran estruendo. El ruido disparó la alarma antipeleas, aún en período de pruebas, que el sheriff del condado aficionado a la domótica y la pesca sin muerte le instaló el mes pasado. Johnny había estado cerca de perder el local por culpa de la última pelea. Un luchador de sumo con calzón azul a la derecha y ornitólogo con sombrero amarillo a la izquierda más conocido como el Tucán de Alejandría se retaron a muerte por una fulana bizca. El altercado fue de tal magnitud que se presentaron los antidisturbios con gases lacrimógenos y cañones de agua para terminar de arruinarle el negocio.
Meredith pensaba disparar a la ramera díscola cuando Smith y Wesson abrieron de dos patadas las puertas abatibles del salón.
-¡Maldita seas Meredith! –gritó furioso Smith-.  ¡Por fin te hemos encontrado. ¿Por qué huyes de nosotros?
Ella, sorprendida y un poco titubeante:
-Queréis matarme. Por quedarme con el botín del golpe.
-¡Pero qué dices! –respondió Wesson-. Sabes que yo no quería dar ese golpe. Fuiste tú la que se empeñó.
-Es cierto. Nosotros sólo atracamos bancos de alimentos. ¡Hay que comer! Pero lo del banco de semen fue idea tuya Meredith. Luego comprendí, cuando te lo tragaste. ¡Querías quedarte embarazada!
Meredith rompió a llorar, pero seguía con el revólver apuntando a las fulanas. Ahora agrupadas.
-No llores mi amor.
Meredith tragó saliva y sorprendida abrió unos ojos como platos. Balbuceando, preguntó:
-¿Qué, qué has dicho?
-Mi amor, todo este tiempo buscándote era por esto.
Smith sacó un pañuelo rojo de sangre seca que llevaba oculto en la barriga. Enrollado con él un anillo de oro, se lo robó al último director de banco cuando aún escupía sangre por la boca. Lo arrojó a los pies de Meredith. 
-Toma mi amor. ¡Cásate conmigo!
Meredith sin dejar de apuntar a las fulanas miró al suelo, cada momento más perpleja. El anillo rodó hasta la punta de su bota, sucia de polvo y estiércol de caballo. Las tres fulanas rompieron a llorar como niñas. Una de ellas se acercó a un cliente y sollozando le gritó:
-¿Ves qué bonito? Tú no haces eso por mí –y le dio un tortazo de rabia. El cliente ni se inmutó.
-Cásate conmigo. Busquemos trabajo. Formemos una familia. Con coche, casa, hipoteca, hijos drogatas, perro labrador en el porche y barbacoa. Seamos un matrimonio normal, mi amor. Seamos felices. ¿Es lo que siempre quisiste, verdad?
Meredith bloqueada de asombro, los clientes callados como tumbas, Johnny tirado en el suelo y Wesson detrás de Smith, como siempre, preguntó con voz ahogada:
-¿Pero qué estás diciendo?
Smith se volvió. Había olvidado, una vez más, que Wesson era su sombra. Y que siempre estaba detrás.
-¿Qué?
-Sí, eso digo yo. ¿Y yo qué?
-¿Cómo que y tú qué?
-¡Sí, eso he dicho! ¿Estás sordo? ¿Que y yo qué?
Todos miraban a Wesson que parecía haberse atascado en el queísmo.
-¿Qué qué pasa conmigo? ¿O te crees que cabalgo a tu lado por afición a los caballos? Sabes que no soporto su olor. ¿Y los atracos a los bancos de alimentos?, yo como muy poco. Me mantengo en mi peso,  para estar atractivo a pesar de los años. ¿Y qué me dices de mis botas? ¿Has visto a algún vaquero con las botas limpias? ¡Si hasta esa vulgar Meredith va siempre hecha un asco!
-¡Oye no te consiento que me insultes!
El público comparó a ambos y respondió a coro:
-¡Es verdad! No se pueden comparar.
-¿Y mi pañuelo? No hay un pañuelo más limpio y perfumado que el mío en todo el oeste. ¿Y sabes por qué? Por ti. Todo lo hago por ti mi amor. dormir al raso, las canciones de campamento, las imitaciones de políticos, lavar la ropa en el río, la pesca con sedal, vigilar el fuego por las noches, matar serpientes, osos, lobos, reciclar la basura, atender a la prensa, dejarme sodomizar por policías para que no te detuvieran por cabalgar borracho. Todo lo he hecho por ti mi vida. Creí que entre nosotros había algo. Que sentías lo mismo.

Un silencio de cementerio se hizo en el salón. Johnny asomó su cabeza de conejo asustado por encima de la barra. Quería comprobar con sus ojos si lo que oía desde el suelo era cierto.

-Y ahora, ahora tengo que soportar que te declares públicamente a esa zorra maleducada y sucia. Aficionada a la comida basura, los sombreros de imitación y las gargantillas de plástico. Que no sabe lo qué es una laca de pelo o una pintura de uñas. Mira, mira las mías.
-¡Ohhh, qué bonitas y finas! –exclamó la fulana que se encontraba más cerca.
-¿Lo ves mi vida? Cualquiera se da cuenta de que soy un hombre sensible y limpio. Cualquiera excepto tú, que sólo has tenido ojos para esa sucia y mal oliente.
En este punto Meredith apuntó su revólver hacia Wesson diciendo:
-¡Oye, te estás pasando! Soportó tus plomizos discursos de las juventudes comunistas porque entonces era joven idealista. Pero ese tiempo pasó. Sabía que detrás de esa carita rasurada y ese pañuelo perfumado había un marica, pero de hoy no pasas. ¡Ya no te soporto más! ¡Apártate Smith que lo liquido ahora mismo! ¡Quiero oler a pólvora! ¡Acabar con ese panoli de una vez!
Wesson desenfundó su Magnum 45 y tapándose con la mano izquierda los ojos, asustado y tembloroso de Parkinson disparó a ciegas.

Cuando vació el cargador, todavía humeante su revólver, fisgó entre sus dedos la escena. En pie las tres fulanas, y la cabeza de Johnny asomando inmóvil sobre la vieja barra de madera, como una pelota de feria entre el vaso martillo y la botella de Jack Daniel´s. El resto todos muertos.

Un bote de gas lacrimógeno entró rodando bajo las puertas del salón. Otro atravesó el cristal de una ventana. Johnny se tiró al suelo lamentándose: -¡Oh no, no, no, otra vez los anti anti disturbios!

Afuera, los coches patrulla con las luces encendidas y las sirenas aullando. Por megafonía una voz:

-¡Están rodeados! ¡Quieto todo el mundo!


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE