martes, 10 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte LII (relato alargándose)



-¡Oiga! ¡Oiga señor! ¿Se encuentra bien? ¡Despierte! ¿Me oye?

-¡Dejadme! ¡¡Dejadme en paz!! ¡Ah! ¿¡Qué pasa!? ¡¡No!! ¡¡No!! ¡¡Me caigo!! ¡¡Me voy a caer!! ¡¡Tengo que seguir tengo que seguir tengo que seguir!! ¡¡No!! ¡¡No!!

-¡Pero oiga!, ¡¿Qué le ocurre hombre?! ¡No se asuste!

-¡¿Qué!? ¡¿Qué pasa!? ¡¿Dónde estoy!? ¡¿Quiénes son ustedes!? ¿Qué quieren de mí? ¡Déjeme, déjeme que me caigo! ¡No!

-¡Bueno hombre! ¡No se ponga usted así! Estaba tirado aquí en el suelo y le hemos despertado. ¡Nada más!

-Es cierto, señor. Nos ha parecido que quizás se encontrara mal. Tampoco era cuestión de pasar de largo, ¿no cree?

-Llevamos aquí un buen rato observándole, y como no se movía…

-Además, está usted muy cerca del borde. Y esta zona es muy peligrosa. ¡Podría usted caerse!

-¿Caerme? ¡No, no! ¡Caerme no! ¡Caerme no!

-¡Pero alma de dios dónde va usted arrastras! ¡Si parece un soldado en el frente!

-¿En el frente dices? ¡Peor! ¡Allí no corríamos así ni cuando silbaban las balas enemigas!

-Tienes razón, mira que esos perros nos sacudieron bien, pero ni uno se movió de la trinchera.

-Los de la cincuenta y dos éramos gente valiente. Ni un desertor. A casa sólo como héroes o muertos.

-Así pasó, que entre muertos, desaparecidos y prisioneros, no quedamos más que cinco.

-Sí. Y los otros tres murieron en el accidente de Cracovia. Una desgracia.

-¿Desgracia? ¡Una gran cabronada! Eso es lo que fue. Porque hace falta tener mala suerte para superar una guerra y morir abrasado en un camión. Pobres desagraciados. Veinte en la caja, dos en la cabina, todos muertos.
-Y por culpa de aquel capitán imbécil que se empeñó en que trasladaran las últimas cajas de granadas para aprovechar el porte. 

-Yo siempre pensé que alguna debía estar defectuosa, porque estallar así, sin más…

-No me extrañaría. A saber dónde se fabricaron y para qué bando.

-Eso es cierto. ¡Pero oiga! ¿Otra vez arrastras?

-Si es que debe tener un miedo a las alturas que no se atreve a levantarse… Jóvenes…

-¡No se vaya hombre! ¡¿Pero quiere levantarse?! ¡Que aquí no le dispara nadie!

-Vamos, síguele que se nos escapa. Será algún drogado de esos. Dreckskerl sein...




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE





UNITED ARTISTS



UNITED ARTISTS

 


Artista:

subproducto social con más talento que la mayoría

y más ingenio que la media,

con frecuencia arrinconado junto a desechos humanos de categoría

inferior.


Normalmente apartado como escoria de materiales en recuperación

cotiza en mercados mayoristas por debajo del estiércol:

éste abona la tierra cuando aquel la contamina.

En ocasiones y haciendo gran esfuerzo de generosidad

al artista se le convida a participar en oportunos encuentros

de carácter lúdico festivo; por error, puede que cultural.

Al objeto siempre de animar al respetable con su arte correspondiente:

más conocido por pasarratos charlotadas bufas y cuchufletas.



Terminado el evento al bufón se le despacha con una patada por salario

y un bocadillo por mantenimiento.

No procede que muera el artista de inanición en la puerta del convento

estropeando el acontecimiento:

¡váyase usted contento señor artista, y búsquese un trabajo decente!

Como hace el resto.

No pretenda vivir del cuento que para ese puesto hay mucho candidato

más serio.



Tras una vida de privacidad e insultos

conviene el artista en desaparecer:

calladamente no quisiera molestar. Y sin dejar rastro no gusta de manchar.

Es entonces cuando entre la multitud, algún avispado que vive del cuento,

halla en la basura obras del artista muerto.

Es aquí cuando dice que lo ha descubierto, que ese artista tenía talento,

que tal vez se adelantó a su tiempo, que era un visionario y un genio.

Y ahora el respetable para disfrutar de su obra tendrá que estar dispuesto,

y pagar al descubretalentos,

buen dinero por ello.





© CHRISTOPHE CARO ALCALDE


lunes, 9 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte LI (relato alargándose)



Enganchándose con desesperación y cobardía a su única posibilidad: una desfigurada grada hacia el cielo. Para una vez arriba volver a su infierno: privado, exclusivo, más ardiente que ninguno y con derecho de admisión. Y sin embargo ahora quería recuperarlo. Rescatar su tomavistas para seguir grabando ese mundo que tanto le asqueaba. Su pequeño mundo y la sociedad. La repelente sociedad que le ignoraba, y quizás por eso. Excepto con su cámara: gracias a ella descubrió que existía, pues o le insultaban o sonreían pero nadie era capaz de mostrarse indiferente, y aceptar la presencia de una cámara sin un cambio de postura o actitud.

Fausto sólo pretendía ser alguien, tal vez un pequeño alguien con una ridícula existencia en su diminuto espacio cósmico. Reflexionando sobre estas cuestiones, concluyó que esa parada de descanso entre sollozos escondido en un minúsculo cubículo de piedra de una mediana pared de roca de un vulgar acantilado parte de un largo litoral, fractal sobre el nivel del mar de un gran continente parte de un planeta, cuerpo celeste miembro entre trillones de trillones de otras masas espaciales flotando en un infinito universo de otros muchos universos posibles, no era sino otra metáfora del lugar que ocupaba en la tierra. Preguntándose una vez más cómo quería ser.


Cincuenta minutos más tarde, agotado físicamente, aniquilado psicológicamente, tiritando por un viento que no dejaba de soplar sobre su ropa mojada, hizo cumbre como un escalador. A gatas se adentró en tierra firme poco más de una docena de metros, y dejándose caer en el suelo como un plomo se quedó dormido sobre un colchón de hierba verde intenso iluminada por el sol. <> –fue lo último que dijo antes de desaparecer en un profundo sueño.





© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte L (relato alargándose)



Retrocedió reptando hacia la pared del agujero. Sin atreverse a levantar un palmo del suelo. Al encontrar tope con el fondo del descansillo y perder de vista la caída, se sentó. La espalda contra la pared y las piernas estiradas hacia el mar. El horizonte, ahora claro y despejado en una linda mañana de primavera que invitaba a la alegría. Pero rompió en sollozos: nadie en el mundo sabía dónde estaba. Sin testigos, sin ese tomavistas para grabar toda la aventura. No previó este desenlace.

Volando a pocos metros pasó un ave similar al anterior, puede que la misma preguntándose si aún estaba vivo ese tipo extraño que como una babosa enorme ascendía arrastras por el acantilado, <<¡Con lo sencillo que era volarlo!>> Fausto advirtió la profunda contradicción que suponía ser tan enormemente pequeño. Su infinita insignificancia y su minúsculo espacio en el mundo. Por primera vez sintió la fisicidad de no ser nada. Sabía bien qué suponía no ser nadie, la había sentido toda su vida; de hecho era un gran don nadie con título vitalicio, Cum Laude en la carrera de los nadies per méritos extraordinarios. Había triunfado como en ninguna otra cosa en ese aspecto de su vida, pues no sólo él se reconocía como nadie sino que también lo hacían con insistencia los demás. De no ser porque es metafísicamente imposible que el ojo humano vea la nada, diría que cuando iba por la calle los caminantes le señalaban diciendo: <<¡Eh, mira! ¡Ahí va todo un don nadie! ¡Cómo ha mejorado esta semana, es más nadie que la anterior!>>

Su vida entera había sido un fracaso. Un sobreviviente sin contenido ni sentido. Incluso su primer intento de librarse de sí mismo se tornó en otra gran derrota. Doble derrota pues si en el salto no se ahogó, ahora tampoco era capaz de arrojarse contra ese muelle de piedra que le esperaba cien metros más abajo y donde con toda seguridad vería cumplido su más reciente anhelo. Ahí la muerte no podía fallar pero se escapó, quizás volando, el valor para intentarlo. Ahora, carecía del arrojo mínimo para lanzarse y terminar su absurda vida de una vez y para siempre. Muy al contrario y decepcionantemente inesperado, ¡estaba peleando por salvarla!




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLIX (relato alargándose)



O tal vez quería ser testigo de su despeñar pues se atrevió a piarle a modo de invitación al suceso. Quizás pensando: <> Y en diciendo esto alzó el vuelo. O mejor: pensando Fausto que el pájaro contaba aquello marchó por donde había venido, el aire. Aupándose con bochornosa sencillez en una térmica menos fría.

Con la voluntad del picador en la mina alcanzó un descanso inesperado sólo apto para valientes y merecedores: llegar a ese punto exigía un coraje difícilmente superable. Fausto se topó con él por sorpresa, pues desde la escalera la falta de perspectiva impedía adivinarlo en la distancia. Apenas tres metros cuadrados de piso llano desbastado por la herramienta del trabajador, pulido por el viento y resbaladizo por la lluvia. Líquenes se habían adueñado del lugar pero Fausto pisó sin precaución, considerándose lejos de peligro. see deslizó y cayó. Con la cabeza colgando hacia el vacío. Permaneció inmóvil, aterrado nuevamente. Sin atreverse a mover un músculo, ni siquiera respirar so pena de irse en picado hacia una muerte segura. 

Pasaron diez minutos en esa postura que le parecieron años, mirando a los ojos de la muerte, sintiendo su aliento frío en la cara. Le sangraban las manos, e interpretó que era una señal de que el fin estaba cerca. En realidad, ese aliento frío no era sino brisa ascendida a categoría viento por la mayor altitud. Y la sangre procedía de los cortes hechos con los mejillones y las aristas de piedra. Tanto se había anclado a los escalones, manchándose con verdín y musgo, que el rojo se cubrió de verde sucio y se había olvidado del dolor. El instinto de supervivencia bloquea toda la información de carácter secundario: primero se ha de salvar la vida, luego toman fuerza las mariconadas. Quizás por esto le entraron ganas de llorar.




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PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLVIII (relato alargándose)




Cincuenta metros de caída a un hermoso azul de mar tranquilo bañado su rostro por agradables rayos de sol y acariciado con una brisa más fuerte y fría según ganaba altura, no le parecieron la más bella estampa donde quedarse la mañana a disfrutar del maravilloso mundo. Gritando en un profundo acto de contrición qué fantástico es vivir y cuán hermoso amanecer cada mañana. Al contrario: a su derecha o izquierda alternativamente según zigzagueaba la escalera, esperaba la muerte el infierno llamaba. El final de todo acto heroico o cobarde. Comprendió qué era sentir miedo de verdad. Verdadero terror a perder la vida, pese a todo. Qué cierto podía ser que se llega a morir de miedo; es una mera cuestión de intensidad. Para él, aquella experiencia era lo más cercano que había estado nunca de la muerte, habida cuenta del fallido intento de suicidio y que por tanto no computa. Y aún le quedaba más de la mitad.

En esa lucha interna con sus miedos y externa con el acantilado estaba cuando, una pequeña ave marina que no identificó, se posó pocos metros más arriba. Con la tranquilidad y la seguridad de quien está pisando tierra firme carente de peligro, pero mira con insolencia y sin temor hacia el abismo. Aquella escena, le pareció un insulto. Era, un insulto. No para él sino para toda la especie humana. Tan pagada de sí misma, tan soberbia y autosuficiente. Tan envanecida de haber conquistado cada rincón del planeta tan eufórica en sus triunfos como codiciosa en sus metas. Y él, no más que un ejemplo de homo sapiens ni mejor ni peor sino otro igual a los demás. Humillado ahora hasta el llanto por un ser que no pesaría más de cien gramos. Una agachadiza común, joven e inexperta que quizás nunca hubiera visto a un humano y sentía curiosidad.





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viernes, 6 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLVII (relato alargándose)



El suicidio es una opción la muerte por accidente una fatalidad. Según el caso, una idiotez. Y no estaba dispuesto a que quienes no le conocían llorasen al pobre desdichado qué mala suerte tuvo que se cayó por la cornisa con lo buen hombre que era con toda la vida por delante qué pena más grande qué injusta es la vida siempre se van los mejores.

Ni soportaba ni entendía ese duelo obligatorio por el difunto desconocido congregados todos en torno a una capilla: parientes muy lejanos amigos perdidos y personajes nunca saludados. Una suerte de ritual colectivo similar al del soldado anónimo pero sin los méritos. En su caso prefería la indiferencia o el olvido: eran más sinceros. Por el suicida, en cambio, cada cual reserva su opinión. Ni comprenden ni comparten, pero tampoco lloran ni critican la acción.

Con todas estas reflexiones, un poco de racionalidad y el pulso más relajado, debía continuar. Si fracasó en el intento de quitarse del medio quedaba la alternativa de tener éxito en dejarse donde estaba y seguir con su vida con la cabeza más o menos alta. Según la época. Despeñarse de forma tan estúpida no estaba en sus planes, menos aún ser recordado como el idiota que quiso bajar por la escalera, cosa hoy imposible todos lo saben, y se cayó. Porque lo que nadie habría sospechado jamás es que no estaba bajando, sino subiendo.

Para evitarlo adoptó la regla más elemental y valiosa de la escalada: los tres puntos. Que consistía en afianzar siempre tres miembros, manos o pies, antes de mover el cuarto libre. De forma que en caso de perder algún apoyo aún quedara el sujeto asegurado en dos: mano y pie, las dos manos, según fuera la cosa el despiste o la suerte. Así, clavando las uñas entre el musgo, atrapándose los dedos en la menor grieta, y pisando con las botas cruzadas longitudinalmente a la pisa, clavando fuertemente los cantos contra el más pequeño saliente despellejado a la piedra erosionada, ascendió otros treinta metros.






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PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLVI (relato breve extendido)



Una brisa marina suave y un agradable sol de mañana junto al mar pueden ser el mayor sueño para la mayoría de mortales. Siempre que no se esté a una altura de veinte metros sobre un oscuro fondo de mar y trepando unos peldaños de apenas cincuenta centímetros de anchura, rotos, escurridizos y sin barandilla o cuerda alguna a la que aferrarse para estrangular el miedo. Porque eso debieron utilizar los contrabandistas y traficantes, cuerdas para atarse unos a otros, a la piedra y a la carga. O de lo contrario por allí no hubiera quedado un porteador vivo que repitiese experiencia.

Según ascendía por la grada traidora teñida de verde trampa mordida por la erosión, y atrapado entre la pared y el vacío, sentía que se iba agarrotando. Que los músculos se le entumecían y la respiración se aceleraba. A la par que el miedo. Qué ironía –se dijo-. Salté para ser libre y ahora estoy preso de la situación.

Y el pánico, que estaba a punto de vencerle. Recostado sobre los escalones como una babosa no quería ni mirar hacia abajo, pues cada vez que una piedra se desprendía la oía precipitarse a golpes para terminar con un sencillo chof. Y eso era todo. Debe doler mucho –se decía cada vez que una piedra saltaba al mar. De caerse, lo mejor es abrirse la cabeza al primer impacto, para no sentir cómo te partes a porrazos. Lo peor sería sobrevivir y quedar malherido en el muelle durante horas. Para morir de sed o inanición. O desangrado mientras te comen vivo las moscas, los cangrejos o las gaviotas.

Hizo un gran esfuerzo para tranquilizarse y detener esta línea de pensamiento que le paralizaba aún más. Sabía que sólo tenía dos alternativas: arrojarse de nuevo a reventarse contra el suelo, donde probablemente no le encontrara nadie hasta que los animales no dejaran de él más que los huesos que otro temporal arrastraría al fondo del mar; o seguir trepando para salir vivo de esa trampa. Y ya que el plan no salió como esperaba: no se reventó en el impacto contra el agua no se ahogó con la corriente no se estrelló contra el fondo rocoso no le sacudieron las olas contra la pared, optó por la segunda opción. Pues una cosa era suicidarse y otra tener un accidente. 


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PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLV (relato breve extendido)



Pero no llegaría nadando a pesar de que el mar ya ofrecía una tregua: demasiado lejos. Sólo podía intentar una estrategia: nadar en línea recta hacia la costa y luego, a ratos sujetándose a la roca como el escalador que no era y otros nadando como el náufrago que sí era, avanzar hacia el oeste confiando en que de verdad aquello fuese una escalera con acceso desde el agua. ¡Qué lástima no haber grabado esto! –se dijo. Y se zambulló.


Un amago de hipotermia dos pulpos cuatro nuevos cortes en las manos seis cangrejos varios sustos y sesenta y siete minutos más tarde estaba tendido en una plataforma picada a la piedra. Sirvió de muelle durante los duros años del pirateo y contrabando. A ese apartado lugar perdido en kilómetros de costa vertical arribaban embarcaciones con tesoros, armas o alimentos. Según la época. Trasladaban la carga robada o ilegal de barco a tierra y, efectivamente por una dura y peligrosa escalinata de piedra, introducían en el país la mercancía. Varias vidas se despeñaron por ella, valiosas cargas se perdieron en el fondo del mar. Pocos de los que hicieron fortuna con ese tráfico fueron apresados. Sí muchos de sus porteadores que pagaron con la horca o la muerte en la cárcel el delito. Según la época. Pero así son las cosas: la villanía de unos la supervivencia de otros, hoy la vida de Fausto tenía una posibilidad gracias a ese duro trabajo hecho por esclavizados mercaderes en la pared del acantilado.
En el ascenso descubrió cuánto miedo se puede tener a las alturas. Los primeros tramos, aunque deteriorados por el oleaje, pasaron sin gloria y con poca pena. Algún tropezón y varios resbalones que no superaron la alarma: era muy fácil caer. Adheridos a la pared y los peldaños, líquenes, hongos. Incluso algún tramo tapizado de musgo, verde vivo, tacto oleoso resbaladizo. Nunca hubiera pensado que esos organismos, inmóviles hasta para el crecimiento e inofensivos como un bebé, podrían ser su peor enemigo. La falta de uso tiene estas cosas –pensó-, devuelve a la naturaleza lo que le pertenece. Y aquella enorme pared de granito no se erigió de las profundidades de la tierra para hacer de ella una escalera.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLIV (relato breve extendido)



Cuatro horas más tarde, con la bajamar el temporal amainado el sol calentándole el rostro, un cangrejo curioso cruzaba por delante de sus ojos en su simpático caminar lateral: indescifrable voy o vengo. Detenido ante el cuerpo del náufrago, ambos se observaron. Fausto desde su insignificancia de organismo no adaptado al hostil medio marítimo. El cangrejo, quizás preguntándose si aquel animal era comestible pues tendría reservas de alimento para él y toda la familia las próximas semanas sin cambiar de supermercado ni esperar a las ofertas.

Fausto, temiendo ser cazado in extremis por un cangrejo aventurero, irguió la cabeza y éste se asustó. Desapareciendo rápidamente por los huecos sumergidos del islote, verdadero laberinto de galerías imposible de rastrear. El horizonte despejado y profundo. Nadie a la vista. Se incorporó. Tumbado las últimas horas sin cambiar de postura luchando a intervalos contra el agua, estaba agarrotado. Las manos rayadas de cortes, chubasquero y pantalón rasgados como si hubiera sido atacado por un oso. Todo él era un resto de pelea. Aterido de frío, tiritaba. Miró hacia la costa, al punto donde creía que se había lanzado: lugar tan irrelevante como cualquier otro. Y él no era sino un hombre más arrojada su pequeñez en un islote insignificante y sin posibilidades, rodeado de agua a centenares de metros de tierra firme. Podría morir de hambre o sed antes de que nadie se diera cuenta.

La psicología es cosa caprichosa pues teniendo razones para estar desesperado, encontró un reto estimulante para lo contrario: salir de allí. Salvar la vida por el sólo desafío de lograrlo. Arriba, en cambio, los últimos pasos sobre la hierba fueron para lo opuesto: quitársela. O según el enfoque quizás lo mismo: también quería salir de allí. No encontrando otra forma para hacerlo que tirándose al mar.

Estudió el acantilado durante largo rato. Toda la pared se mostraba inaccesible, formidable e imbatible, salvo en un punto donde el terreno descendía ligeramente hacia el mar. En él creyó adivinar un paso, una línea en zigzag demasiado regular para no estar hecha por el hombre. Supuso que podría ser una escalera labrada en la roca, aprovechando tal vez oquedades naturales. No tenía alternativa: debía alcanzar esa posición.





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jueves, 5 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLIII (relato breve extendido)



El instinto de supervivencia, esa parte del cerebro que nos gobierna aunque ignoremos, se impuso como la fuerza mayor en el débil duelo morir-vivir. En la oscuridad del mar agitado, sus ojos le guiaron hacia la luz, la luz del amanecer de un nuevo día para todos; peces incluidos. Salvo los muertos y para disgusto o regocijo de muchos vivos. Nadó, nadó hacia arriba como antes caía hacia abajo. Braceó y pataleó con desesperación hasta la asfixia. Arriba, arriba, ¡arriba!

Hasta que rompió el aire como antes el agua, hasta que respiró tan hondo y fuerte como en ocasiones bebió agua al borde de la extenuación. Tragó aire salada lluvia dulce espuma de mar, pero respiró. Y el cielo gris se mostró hermoso como nunca. Y el aire fresco y limpio como jamás había sentido. Respiró con tanta fuerza y tan hondo que flotaba igual que un corcho. La pared del acantilado, siempre visto desde lo alto, ahora surgió descomunal. Una gigantesca mole amenazando desplomarse y aplastarlo. Se asustó, nadó contra la corriente, alejándose hacia mar adentro. Luchando contra el sube y baja de las olas constantes. El chubasquero, liso y ajustado al cuerpo, fue también una solución hidrodinámica: disminuía el rozamiento.

Superada la distancia drástica de impacto, divisó a lo lejos una mancha oscura sobre el agua. Un pequeño islote de roca y mejillones del que nunca supo su nombre pero que se veía con facilidad desde la costa. Lo recordó de sus visitas al acantilado, supo dónde estaba y aunque con enorme esfuerzo, lo alcanzó tras cuarenta angustiosos minutos de lucha contra el oleaje. Agotadas todas sus reservas de energía. Quiso agarrase a la roca, pero se cortó con las aristas afiladas de las conchas de mejillones. Las olas le empujaban y golpeaban contra la piedra, sacudían a un muñeco solitario.


Rendido y abandonándose a la desdicha, una ola providencial más alta que el resto en un ciclo de dos por cada trece lo elevó sobre el islote. El chubasquero se enganchó en una punta de piedra extraordinariamente afilada, y aunque rasgado desde la cremallera hasta la espalda, resistió lo suficiente para retenerlo en ese punto. A salvo en once olas por cada trece. Tiempo suficiente para respirar y lo justo para reponer algo las fuerzas con que seguir aferrándose a las grietas. Y clavar las botas contra los cuchillos de los mejillones: ahora improvisados crampones contra el deslizamiento.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLII (relato breve extendido)



Miró al este, al oeste. Ambas imágenes eran un espejo de sí mismas: prados y bosque alternativamente. Ningún humano en el paisaje, pero sabía que estaban ahí, tras los árboles en alguna parte ocultos, espiando. Depredadores siempre al acecho. Después al frente, y se dijo: Una lástima que el sol no salga por el norte, ¡sería un momento perfecto! Suspiró, escupió las gotas de lluvia de los labios, se frotó los ojos: no quería tropezar… y caerse. Arrancó a correr con la mirada clavada en el horizonte confuso del mar. Deslavado por nubes y lluvia. Quería tirarse.


A una velocidad de nuevecomaocho metrosporsegundo, cientosetentaycincometros no dan para mucho. Pero sí los casi veinte segundos suficientes para, por fin y por primera vez, sentirse libre. Producto directo de la caída libre quizás. ¡Soy libre! –bajó gritando. Cayendo, cayendo hasta que perforó la fina lámina de la tensión superficial como un torpedo. Esa delgada pared de aspecto inofensivo pero con resistencia brutal. Letal según el caso. No fue el suyo.

En su épico salto de liberación hacia el vacío, instintivamente alzó los brazos al cielo, quizás en una reafirmación teatral de su grito libertad, quizás el viento. Pues con su empuje el cuerpo de Fausto se equilibró y enderezó, rompiendo el agua con la gruesa suela de sus botas de monte. Esto fue definitivo porque de cualquier otra postura el impacto lo habría matado. Sin embargo, al ofrecer la menor superficie de contacto de todas sus posibles el choque se pareció más al de un clavo agujereando la madera; que no fuera roble viejo endurecido. Y atravesó sin lesionarse la mortal capa que separa agua de aire.

También ayudó algo que Fausto se preguntó muchas veces: ¿Qué profundidad habrá ahí abajo? Treinta y cinco metros. Treinta y cinco metros de resistencia más que suficientes para reducir la velocidad de penetración a cerometrosporsegundo.





© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLI (relato breve extendido)



La última losa concluía en el camino por el que luego se accedía a una carretera estrecha y en mal estado. Ésta enlazaba con otra mejor y de ahí a la ciudad. Pero a la izquierda, en dirección opuesta al camino de tierra inicial, partía un sendero para una persona o animal. Por él solía perderse con frecuencia: era su puerta del campo.

Veinte minutos entre helechos matorral abedules y coníferas, el sendero se abría a una amplia pradera tapizada de hierba y brezo. Llovía cada minuto más fuerte. Las botas manchadas de barro, charcos en el sendero; los pantalones empapados en agua, la lluvia y la que escurría por el chubasquero. Los ojos mojados la nariz goteando la barbilla chorreando. El cielo cerrado completamente. Recordó su habitación, que dejó la ventana abierta: estaría entrando agua y el sol ya se habría llevado las sombras hasta un próximo encuentro. 

Quinientos metros de pensamientos absurdos más tarde alcanzó el borde de su propiedad, y el inicio del resto el mundo: el inmenso azul, hoy más grisáceo. Entre ambos, Fausto y mar, ciento setenta y cinco metros de caída libre de obstáculos. En la arista del precipicio el viento soplaba con fuerza. Se asomó con precaución: no quería caerse. Abajo, las olas batiéndose contra la pared de roca. La roca haciendo espuma de ola. ¡Tantas eran las veces que había contemplado esta misma escena! Como tantas se había preguntado qué pasaba con los peces: ¿chocarían con la piedra en un descuido? ¿Nunca sufrían un despiste?

Retrocedió unos pasos, diez metros le parecieron suficientes. Miró atrás, en una elevación del terreno, a continuación del bosque, quedaba su castillo. Desde ahí podía ver la silueta recortada contra el pálido gris del cielo, y un insignificante punto de luz parecía divisarse entre la lluvia. ¡Vaya, olvidé apagar la luz de la escalera! –se dijo. ¡A la mierda! –añadió con regodeo. Aquella factura no pensaba pagarla.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XL (relato breve extendido)



La mañana del veintitrés de mayo de un año sin interés, tras una noche en que no pudo dormir, Fausto dejó la cama sin hacer y se vistió con su habitual ropa de trabajo: botas de monte, pantalón safari, camisa de múltiples bolsillos tela extradura, gorra beige escudo Hungría. Abrió la ventana de la habitación para ventilar pesadillas y unos débiles rayos de luz se colaron sin pedir permiso. Atrapados por el espejo del viejo armario de castaño, rebotaron hacia las paredes iluminando distintos objetos a su paso, e inventándose débiles y estiradas sombras por una estancia que, en realidad, ya estaba llena de ellas. Compitiendo por ser la más siniestra, a Fausto le recordaron sus primeros minutos con el tomavistas. No hubiera sospechado que aquel juego derivaría en tanta tragedia. Fuera, llovía.

Bajó a la cocina, se preparó una tostada con queso de cabra, un zumo de naranja agria con miel y una zanahoria bien lavada que al morderla crujía como una rama tierna. Tomó el chubasquero del colgador al final del largo pasillo donde está la entrada del castillo; una gruesa puerta de dos metros por dos y medio en dos hojas muy pesadas. Roble viejo endurecido. Ahora, afuera llovía más. Salió y cerró con suavidad. No quería despertar a los fantasmas.

Delante, un camino de losas de piedra ligeramente desniveladas. Alguna quebrada con el peso de los años, la persistente lluvia, la nieve y las heladas. El firme había cedido de manera desigual y por las juntas y grietas ahora asomaban tímidos brotes de hierba que amenazaban con adueñarse del camino. La naturaleza, la naturaleza, se decía Fausto con frecuencia al observar este proceso.

Las losas, todas distintas, tampoco ayudaban mucho a mantener la perfección. Compradas a un revendedor de material usado, empaquetadas en dos pallets, sin sospechar que eran lápidas de cementerio. Una vez en obra pensó que quizás no fuese tan grave darles una segunda oportunidad, así que las colocó sin aspavientos con las inscripciones mirando al cielo. ¿No era allí a donde iban los muertos buenos? Pues resultaba congruente. Aunque quizás algún difunto malo desde el infierno echara de menos su lápida cara a la tierra, pero no era él quién para juzgar y condenar a los demás. Para eso, para eso ya hacía un gran trabajo la sociedad.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

martes, 3 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XXXIX (relato breve extendido)



Una semana más tarde, atragantado por una sobredosis de realidad, Fausto hizo su primer intento de huída: el desplante autolítico en la ceremonia de premios a la supervivencia.

Construido su castillo a una distancia de seguridad indispensable para su salud mental, no quería pertenecer a esa sociedad, no se identificaba con ella no pensaba ni actuaba ni sentía como ella. Desechaba ser uno más por la voluntad propia de una prosperidad inalcanzable. No compartía objetivos, no veía sus ideales, no aprobaba los métodos: todos le habían traicionado.

Por ello, sin nadie en quien confiar se resignó a la autosuficiencia emocional. Al escueto contacto humano de sus visitas a la ciudad, la parquedad de los monosílabos, el roce de manos desmotivado, forzoso e insensible en los intercambios producto-dinero. Esos breves apuntes de humanidad le bastaban para no olvidar de dónde venía, y le sobraban para no olvidar adónde no había que volver: la deshumanizada humanidad.

Aún así, gracias al campo y los fortuitos encuentros con animales, iba tirando. Galvanizando la soledad con escenas de fauna salvaje en alerta permanente: siempre acecha el depredador siempre espía el enemigo. En la ciudad él era esa ardilla vigilante, saltando de rama en rama, de calle en calle, para no ser visto o atrapado. Pero sin quererlo había metido la ciudad en su casa, con sus vicios y costumbres, en el salón de cine. Ya no podía deshacerse de ella, ya había soñado con ella, mal dormido por ella. Se había horrorizado al llenar el castillo de fantasmas. Con tantos moradores no dispuestos a marcharse, pensó que él sobraba.



La mañana del veintitrés de mayo de un año sin interés, tras una noche en que no pudo dormir, Fausto dejó la cama sin hacer y se vistió con su habitual ropa de trabajo: botas de monte, pantalón safari, camisa de múltiples bolsillos tela extradura, gorra beige escudo Hungría. Abrió la ventana de la habitación para ventilar pesadillas y unos débiles rayos de sol se colaron sin pedir permiso. Atrapados por el espejo del viejo armario de castaño, rebotaron hacia las paredes iluminando distintos objetos a su paso, e inventándose débiles y estiradas sombras por una estancia que, en realidad, ya estaba llena de ellas. Compitiendo por ser la más siniestra, a Fausto le recordaron sus primeros minutos con el tomavistas. No hubiera sospechado que aquel juego derivaría en tanta tragedia. Fuera, llovía.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XXXVIII (relato no tan breve)



La mujer del bombero haciendo cola delante del pensionista que pasea el carrito de la compra por un kilómetro de calle y escaleras para no gastar en autobús; que detrás tiene a la hija del médico suspendida en su última oportunidad universitaria al lado de su novio guitarrista sin empleo; que ha mandado al hermano pequeño a por dos litros de la leche más barata; que en el camino le entretiene la amiga de la madre y mujer del juez suspendido por dos años de empleo y sueldo a causa de un error dice él pero da igual que los apuros económicos son de verdad; que deja al chico y saluda a su vecina para contarle sus angustias hasta que el repartidor de menudeo de pollo pide paso con un gesto pensando qué hacer para cobrar lo que adeuda el puesto treinta y tres cerrado por liquidación total, se liquidó el viudo con una soga pero ya estaba asfixiado por las deudas él era más cadáver que ninguno; por el mal olor de la descomposición echaron la puerta abajo los bomberos lo descolgó el bombero que ahora está de baja por quebranto postraumático que tiene a la mujer muy preocupada narrándole su historia a la segunda de la cola; que mientras finge que la escucha observa coqueta la cámara de Fausto se arregla el pelo oscuro moja los labios afilados bajo su nariz de cotilla mirada de chismosa orejas de espía hipocresía de guardia 24h365d; falsa como tramposos los que venden lo mejor del mercado como mentirosos los que compran como envidiosos los que miran al que compra; todos ocultándose de todos escapando de las preguntas más incómodas inventándose razones para ser lo que no son y para no ser lo que sí son. Atormentados buscando ser felices por cualquier rendija, medio u oportunidad a bajo precio.


Fausto grabó, sí, la desesperanza la desilusión el desencanto, el choque brutal de una sociedad montada en su tren de la ilusión contra el mercancías peligrosas de la verdad. En el solitario estudio de cine con dos butacas verde naturaleza muerta reflejos plata de luna llena, aquel docudrama de presos encadenados al sinvenir o al porhuír adquiría un dramatismo superlativo al ser visto en mudo blanco y negro donde los actores, todos secundarios sin sueldo, representaban con indiscutible credibilidad el papel de sus vidas: la marcha fúnebre de los difuntos, en el entierro secreto de los santos inocentes.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XXXVII (relato no tan breve)




Otro centroafricano descalzo vendía junto a una mujer embarazada y tres niños pequeños de rostros congelados, derivados de carne sin identificar de la que Fausto nunca había logrado averiguar su procedencia. Pero bajo el mostrador, al fondo del puesto en la penumbra de un rincón, entre cajas de madera mal colocadas asomaban las patas de un perro pequeño o un gato. Lo peor, es que visto con detalle en la pantalla, sólo había patas.


Contrariamente al primer piso de los pescados, el segundo de las carnes era silencioso. Siendo todo de importación los precios eran altos, y tal vez por eso nadie gritaba a la cara del cliente, nadie arrollaba al indeciso ni perseguía a los curiosos. Desde los destellos rebotados de su butaca verde, reparaba ahora en que la planta de las carnes era la planta de los muertos. Cadáveres en las cámaras cadáveres despiezados a la venta cadáveres de pie los vendedores. Mudos, apagados, vacíos. Muertos a la espera de un póngame medio kilo de cadáver. Espectros de una sociedad desesperanzada, de una generación en retirada. De la siguiente ya nacida derrotada.


Personas atrapadas en su tiempo como moscas en un cartón de pegamento. Respirando, mirando sin ver, frotándose las patas para sacudirse el pegajoso paso de los días. Presos de un momento de la historia sin historia. Con todas sus batallas ya perdidas, su futuro ya vendido, fracaso en oferta lléveselo que hoy es gratis. Perdedores, esclavos, parados, expulsados del tren de las oportunidades: sólo clase preferente pruebe usted la semana que viene ya está todo reservado.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE