jueves, 7 de septiembre de 2017

LOW TIDE

LOW TIDE 






Podíamos oír cómo crujían las rocas del suelo de la isla al chocar con otras rocas del fondo del océano.



Cansados de luchar contra tifones y mareas,

soltamos las amarras de aquellos treinta kilómetros cuadrados de soledad y angustia sobre fina arena negra, siguiendo las pisadas de langostas por la playa, bajo la sombra azul de las palmeras, persiguiendo rodantes cocos ladera arriba, pescando corazones de náufragos entre la espuma de la marea alta, diciendo adiós a todo y hola a nada.



Siete jornadas más tarde, un grupo de ballenas jorobadas daban saltos de alegría a nuestro paso. Dada la condición de isleños a la deriva, esta vulnerabilidad era evidente y poco podíamos hacer para evitarlo.

No suponíamos una amenaza salvo para nosotros mismos.

Tan solo, estábamos derivados. Y aún quedarían muchas millas antes de sabernos integrados.



Poco más tarde, habíamos matado tanto el tiempo que la isla estaba sembrada de cadáveres.

La situación se hizo insostenible y el hambre insoportable: comenzamos a alimentarnos de esa carroña temporal como si fuera infinita.



Al mes, ya no teníamos un minuto que llevarnos a la boca. Y las ballenas seguían escupiéndonos agua salada como duchas frías de una mañana de resaca.



Fue la otra resaca, la marina, la que nos arrastró hasta la proa aplastada de un petrolero enjaulado en su máquina del tiempo oceánico.

Y en el reloj de agua las gotas caían perezosas y lánguidas una tras otra.



- ¡Aún les queda una eternidad para llegar al continente! - dijo el capitán desde su castillo de mando con un caracol como megáfono.

- ¡Lo sabemos! - respondió el más dicharachero de nosotros con su natural altanería -. Tampoco hay prisa. Lo importante es el viaje, ya sabe. Llegar es anecdótico. - Remachó con una de sus habituales greguerías.

- Como quieran. Pero sepan que hacía el este es la ruta más corta. Les interesa ir hacia el sur, entonces. Hay el doble de millas náuticas hasta ver una playa. Aunque no será como la suya.

- Gracias, amable grumete. Lo tendremos en cuenta.



Al capitán del petrolero no le gustó la degradación de su cargo. Con dos timonazos bruscos formó un oleaje que sacudió la isla hasta casi el punto del naufragio.

No estuvo mal, gracias a ello conocimos el significado de una perturbación inesperada en la lámina de agua.

Y nos quedamos a gusto.



Seis mil millas marinas más tarde, arribábamos a un desconocido campo blanco con osos de peluche persiguiendo sueños infantiles en un silencio inmaculado. El cielo era perfecto y cada pocos metros había puestos de algodón de azúcar, blanca.



Habíamos encontrado el lugar donde todo es posible y esto nos hizo tan felices que por primera vez en meses dejamos de jorobar a nuestras vecinas jorobadas.



Pero había un requisito que no todos pudieron superar:

desprenderse de la piel de adultos rancios para renacer en el cuerpo de un niño ilusionado.



Hoy sólo quedamos cuatro supervivientes que siguen creyendo que todo es posible.

Y tan contentos.










© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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