jueves, 17 de agosto de 2017

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Pasamos la velada hablando de nuestros barcos y demás juguetes de pijos.
Que si el mío tenía diez metros que si el tuyo catorce.
Al final todo se redujo a ver quién lo tenía más largo.



Yo llevé un vino de varias medallas doce años cuatrocientos euros y miles de comentarios idiotas.
El que presentó mi compañero de silla me ganó apenas por un par de reseñas en la revista más chic del momento.
Una ofensa que he de vengar con el tiempo.



Para el segundo plato de ostras ya teníamos claro que aquella iba a ser otra cena de superficiales lisonjeros con aspiraciones a gente importante.
No en vano, estábamos en el club de gilipollas más exclusivo del momento
y esto nos hacía parecer seres de bien con opciones a únicos.



Habíamos hecho del dinero el único valor verdadero. Baremo sine qua non el portón del portal de nuestra cueva insignia
estaba cerrado al extranjero.


Yo gané mi primer millón fabricando tornillos defectuosos.
Sin más valor que la chatarra fina
el margen comercial era de quinientos por uno.


Mi compañero y en otro tiempo amigo
se dedicó con éxito durante años a salvar mi empresa de sucesivas demandas.

Interpuestas por clientes quisquillosos, su insatisfacción por el producto mal hecho sacaba de ellos su lado más furioso y aún no sé por qué.

Tampoco me importa,
y esto sí lo sé.



Cuando llegaron los postres ya teníamos en el cuerpo varias botellas de blanco y otro buen puñado de tintos.
Todos con carta de recomendación y calidad percibida en el precio.



Fue en ese momento único que nos explotó el champán.
Y tras varios rebotes del corcho por el local los ánimos subieron varios tonos a todos.
Culpándonos unos a otros por semejante desaguisado.



Las verdades de nuestras rencillas expusieron una buena colección de miserias que habíamos ocultado como tesoros.
O vergüenzas.



Nunca unos dulces fueron cosa tan amarga:

por una vez, y primera, supimos lo que de nosotros mismos pensábamos.

Y aquella asociación se deshizo como hielo al sol que más calienta.




Hoy somos los viejos que en verdad éramos:

pellejos solitarios, banales y envidiosos de una posición social que nunca tuvimos y el reconocimiento que no merecimos.

Nuestro club sólo era el único camino posible para proyectarnos al mundo como miembros de la élite que decidía los destinos, también los bruscos cambios de rumbo,

de una sociedad sin oportunidades.

Atrapada a creer que el futuro venía condicionado por su propia mediocridad.

Nada más lejos de la realidad, pero este fue nuestro mayor y mejor guardado secreto.




Hoy todavía me pregunto,

qué hicimos tan bien para que sin haber aportado nada distinto a este mundo

ni ser especiales en nada, inventáramos un discurso que nos permitiera vivir como ninguno.




Tal vez fuera el arte de saber vender mierda como oro y humo como bonos del estado.




Ya pagarán los demás,

nosotros quedamos exentos de toda responsabilidad.





© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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