viernes, 11 de junio de 2010

INTERIOR



INTERIOR


Siendo niño abandoné mi tierra:
aquel país arrasado por el fuego y oleadas de salvajes.
Caminé y caminé y caminé.
Crucé fronteras, desiertos, cordilleras.
A veces, creí poder tocar el horizonte:
allí donde la bruma se confunde con la raya quebrada de las montañas.

Busqué y busqué y busqué.
Con los pies en llagas, las manos secas, y el rostro ajado por el viento,
di con mis huesos en un falso refugio.
Falso como todos los anteriores, donde siempre quisieron robarme.

Tuve que huir del lobo hombre
Y la zorra mujer.

Me golpearon tantas veces que ahora las confundo.
No me hice más fuerte, simplemente me fui muriendo.

Fue cosa del destino que acabara en el punto de partida.
No lo reconocí hasta pasadas las semanas:
todo había cambiado.

Las verdes praderas cubrían lo que antes sólo eran cenizas.
Salían a mi encuentro pájaros, serpientes y ratones.
Pero nadie habitaba ya esa tierra.
Después de mí, todos marcharon o murieron.
Cansado y viejo, decidí quedarme.

Hoy me oculto que no vivo en un bosque de sombras de todos los colores.
Con voces y ecos que no entiendo.
Saltan de rama en rama los susurros, los gritos, las carcajadas.
Se arrastran y escapan por el suelo las dudas que son mis amenazas.
Ocultas están las trampas con todos mis terrores.

Soy un viejo cansado.
Mi vista está cansada.
Mis oídos opacos.
Mis huesos arrugados.
Ante mí el paisaje inalterable de la soledad.

De todo lo que hice y deshice, viví y desviví,
queda el recuerdo difuso de la equivocación.
El peso de la culpa por el desacierto.
Fue el mío un viaje estéril del que no recogí cosecha alguna.
No doblará por mí campana solitaria. No habrá duelos.
Ni flores ni plegarias ni lágrimas. No habrá cortejo.
Ni murmullo que acompaña al difunto.

Sentado sobre una roca desnuda miro al cielo
y al mar de nubes que se aleja sin descanso.
Nada espero. Nada quiero.

Sólo amor, pero éste
también me fue negado.

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