martes, 3 de noviembre de 2009

CAESAR

CAESAR


Conocí Al César en el Madrid de los locos:
algunos más que otros.

En plena semana neurasténica, narcoléptica.
Algo etílica.

Venía de conquistar las lejanas tierras del norte:
allende los hielos perpetuos
los osos extintos y las focas albinas.

En plena semana antipsicótica, esquizofrénica.
Algo maníaca.

Reunidas todas las eminencias y los aspirantes a serlo.
De mi mano iba una, mente sobresaliente, en discreto silencio.

Portaba El César un estandarte a dos caras:
por una un drapeau con cruz roja yacente.
Y cuatro flores para cuatro cuadrantes.
Por otra una distorsión,
rayada,
en blanco y azul.
Con una estrella,
apagada,
sobre un triángulo de sangre y tormento.

Presente y pasado de una vida de lucha.

En el escudo de El César una inscripción:
Juramento Hipocrático del sanador anulado.
Algoritmo de una declaración de intenciones,
revolucionaria y antirevolución:
por falsa y carcelaria.

Marcado por la hambruna
Despreciado por los poseedores de las llaves que abren todas las celdas
Ignorado por cobardes y asustadores de niños
Rescatado de la inanición in extremis por una MIG- 26:
también contrarrevolucionaria y libertaria.

Conocí a El César en el Madrid de un otoño encapotado
bajo una niebla húmeda y fría.
Como todas.
En plena semana TAC y TOC, y TIC-TAC,
pero más obsesiva compulsiva presurosa y nerviosa
que nunca.

Juntos compartimos mesa vino y mujeres.
El vino sabor a roble.
Las mujeres a mar caribeño:
con perlas en el ombligo y curvas en marejada.
La mesa una Kupela varada:
en tierra adentro seis marineros.

Aficiones surrealistas colgaban de las paredes
delirios de renovada cocina tapizaban blancos manteles.

Juntos compartimos sonrisas: chispazos de felicidad.
Carcajadas: estruendos de libertad.
Abrazos: necesidad de confraternizar.
Algún dolor: ataques de sinceridad.
Orujos: escupitajos de fuego en las gargantas resecas.
Por tanto gritar.

Hablamos largas horas,
de niño a niño,
de hombre a hombre,
de ebrio a ebrio.
En presencia de una mujer:
la discreta eminencia que nos llevó a conocer.

Arrebatados por el vino sangre de toro:
el de sabor a madera,
y la libertad de una tierra neutral:
neutralmente esquiva de toda responsabilidad,
nos batimos en duelo.
Sobre la arena del ruedo.

Inevitable,
¡con tanta sangre de toro corriendo por nuestras venas!

Él vistió de torero
contemporáneo y moderno:
botas, cazadora y vaquero.
No podía ser de otro modo.

Yo de toro a por todo:
avieso, resabiado y fiero.
Ejemplo de antidisturbios.

Él dispuesto a hacer arte.
Yo con afán de dar muerte
de atravesarle la idea,
también contemporánea y moderna,
de que hay más arte en la arena,
tórrida erótica,
de playa desinhibida fugitiva.

De caliente toalla con senos erguidos al viento
que se abraza y gime y retoza
con el beso largo de lengua
de su lejano mar cristal caribeño.

Rehusó El César entrar a matar.
Rechacé yo la idea de darle puntazo,
en la cuarta izquierda costal:
entrada letal a un corazón en vías de desarrollo.

Brindamos en su lugar.
Brindamos por la amistad
por volvernos a visitar.
También por la libertad:
la de poder gritar la verdad.

Marchó El César volando
sin prisa y con algo de duelo
a su refugio lejano y afrancesado,
nada amanerado,
de soledad.

Partió con aires de fortaleza.
Sin duda de ahí su grandeza.
De fortaleza asediada asaltada conquistada expoliada arrasada.
Recuperada reconstruida y vestida.
Con una nueva mirada,
inesperada,
de una niña en la ventana de la torre más alta.

Tiene hoy El César el corazón dividido,
migratorio, algo huido.
Tal vez partido.
Navega por el Atlántico
sigue la corriente de El Niño
El capricho de su destino:
a veces calor, a veces frío.

Hoy recuerdo con afecto a El César.
Será por los fármacos,
mezclé la medicación.
Desayuné disulfirán con una botella de vodka.
Me inyecté IMAOS con paroxetina.
¡Esto sí que es revolución!
Interior.


que si El destino
Los viajes
El Niño
Y la Niña
Los osos
Los hielos
Y la Discreta Eminencia
quieren
nos volveremos a ver.

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