domingo, 16 de enero de 2011

BÉNYAMIN


BÉNYAMIN


A Bényamin le atropellaron la otra noche:
una curva, lluvia, poca luz, conductora inexperta.
Corría Bényamin por el centro de la calzada.
Correr es sano.
Lo reventaron. Completo, de un impacto.

Murió varias veces. La primera,
desangrado:
tiñó de rojo el negro del asfalto y de la noche.
De un rojo… ¿vivo? Inventó un nuevo color:
el rojo muerto.

La segunda desgarrado:
músculo, vísceras y tripas esparcidas por el suelo.
Cual carne picada.

La tercera de dolor:
dolor por no haber alcanzado a tiempo el otro lado.
La otra orilla desgajada por el cuchillo negro del asfalto.
Dolor por no poder asistir a la cita con su amada:
ella le había llamado esa misma noche,
con un grito maullado.
Como se llaman los amantes.
Dolor por no tener ya los hijos que buscaba.
Nació programado. Así era él.
Como todos.
Programado ágil rápido inteligente. Sano.
Muy sano.
Como pocos.
Pelo rubio, ojos claros.

Siempre se nos van los mejores,
se lamentaba una testigo desde su ventana.
¡Malnacido, lo has matado!
Supuso, la testigo, que era hombre el conductor.
Seguramente hombre borracho.
¿Por qué lo supuso?

Nadie recogió el cuerpo de Bényamin.
Poco a poco, otros vehículos lo fueron rematando.
Pisándolo a trocitos. Aplastándolo.
Se volvió plano: Bényamin abandonó la tercera dimensión.
Se quedó en dos.

Con los días, su carne se secó. La sangre evaporó.
Pelo pellejo y suelo. Eso fue todo.
Con las semanas, su mancha oscura fue más oscura que el asfalto.
Recuerdo indescifrable de que ahí perdió la vida Bényamin.
La oportunidad de ser y de sentir.
Con los meses, nada.
Hasta que otro gato fue atropellado
en el mismo punto oscuro.
Entonces recordaron todos a Bényamin.
Pronto lo habían olvidado. La memoria es frágil. Selectiva.
La memoria colectiva, aún peor.

Bényamin, el mejor gato del barrio.

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