domingo, 8 de julio de 2012

TROFEOS






TROFEOS


Aún cuelgan de la pared del saloncito azul para las visitas rápidas
los colmillos del último elefante matado en Kenia. Al lado justo
del cuerno de aquel rinoceronte blanco que por poco me cuesta la vida.
Fui más rápido y yo se la quité a él en el último metro:
dos tiros en mitad de los ojos. Pura chiripa.
No me arrepiento. Éramos él o yo.

Debajo tengo las manos de un gorila macho.
Grandes, gigantes como él.
A éste lo maté en la niebla. En la niebla de humo que hicimos
prendiendo fuego a su territorio.
Abrasado murió todo el grupo: seis hembras cuatro crías.
Nada importante el premio gordo era el macho.
Yo me lo llevé.
Atrapado en una red colgaba como higo maduro,
bramando con furia, yo mirándole sin miedo.
Apunté disparé murió.
Con un machete le corté las manos.
El resto del cuerpo se lo di a mis ayudantes:
ocho rastreadores diez porteadores.
Mal acostumbrados al dinero fácil.

Entre los cuernos del mejor impala de la manada
y la cabeza del último oso polar avistado en décadas
muestro orgulloso las garras de un león de siete años.
Afiladas como cuchillos las hundió en el vientre de mi mejor guía:
joven hermosa valiente.
Se acercaba a las piezas más que el primer hombre.
Aquel día se arrimó demasiado. Sin tiempo para reaccionar,
los maté a ambos.
Al león para que no la destrozara, criatura hermosa.
A ella, para que no sufriera. Criatura hermosa.
Está su cabeza en una vitrina. Sólo para los amigos.

Muestro en la pared contigua,
encima justo del aparadorcito de caoba,
la sección de pesca.
Sobre la sopera de plata y las copas de armañac.
¡Cuántos brindis no habremos hecho con cada regreso triunfal!

En el centro las fauces enormes de un enorme tiburón blanco.
Mi color favorito.
Al lado las de una orca hembra,
madre agresiva que defendió a su cría con violencia envidiable.
Un arpón granada le metí en mitad de las tripas.
Aún hay restos de su sangre por los rincones de la cubierta.
De la cría no quedó nada. Tal la potencia explosiva.
Aquello, fue una pescadería.

Para suavizar la escena tengo dos morros de delfín.
Pareja eran.
Nos siguieron con tanto entusiasmo y gracia durante aquella travesía
que decidí llevármelos conmigo
y hacerles el honor de ocupar un hueco en mi pared.
Los maté a la vez.

Debajo he dejado un espacio muy amplio:
viejo estoy para salir a cazar.
Por eso he pedido a mis herederos que cuelguen ahí mi cabeza.
A ser posible, cuando muera.
Echo de menos el olor de la pólvora, el estallido de los disparos de rifle.
Esta noche me daré un tiro en mitad del corazón.
Que el trofeo de mí mismo, el último,
el más fácil y rápido,
quede entero.









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