martes, 24 de junio de 2014

HUMANIDADES ENFRENTADAS, parte 29



Una mañana de octubre, una nueva clienta reservó cita para extracción y posterior implante en sesiones sucesivas. De momento, quería el agujero y presupuesto. Otro agujero. Cuando la tuve sentada en mi sillón dentista último modelo quinientos empastes para pagarlo, no me lo podía creer, toda relajadita y pizpireta yo que estaba. Fingiendo un asunto urgente salí corriendo de la consulta en dirección al lavabo. Ya frente al espejo casi se me saltan los ojos de alegría. Y lágrimas. Ella, era ella. No otra, sino ella. Sólo podía ser ella no hay quien la iguale ni la supere. Ella: la Divina.

¿Cómo llegó hasta mí? Seguramente por casualidad. ¿Por qué no supo que era mi clínica? Nunca me llamó por mi nombre, así que no lo conocía. ¿Por qué no me identificó? Por mi mascarilla blanca antibabas y bichos. Yo era un ser tan anónimo para ella como cualquier otro. Y como había sido siempre. Ante mí, la deliciosa oportunidad de la venganza.

No pude evitarlo: aprobé con nota el cursillo intensivo de vilezas que aprendí en la puta madre patria. Tras una somera inspección visual y un mínimo de conversación, una de las ventajas de la profesión es la no obligatoriedad de oír parlotear al cliente por razones obvias, llené mi jeringuilla de anestésico. Hasta arriba cum laude.



Primero infiltré la encía próxima al premolar a tratar, lo procedente que soy una profesional. Después la zona posterior. La anterior… No tenía prisa, quería disfrutar. Según se le fue durmiendo media boca, le miraba a los ojos, cerrados por el miedo. Hacía bien en tener pánico a su dentista: nunca se sabe cómo va a terminar ni hasta qué niveles puede alcanzar esa tortura.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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